Nunca estuve tan difusa como en aquella mañana,
Tan caliente, tan eterna,
Tan vagamente reemplazada por caminos y rincones
Absueltos de morir,
Y sin clamar a mi memoria, poblada de raquíticos deleites
Y execrables antecedentes
Surgían desde las entrañas del pensamiento
Todos y cada uno de los amaneceres,
De las risitas burlonas causadas por la maldita
Enajenación del alma.
Las estrellas aun entornaban su silenciosa sinfonía,
Y los búhos traicioneros se perdieron los detalles,
No podía ya habitar bajo tu sombra,
Y los arañazos y picaduras me desmembraban
El maleficio de seguir a la interperie.
Fue entonces cuando decidí rendirle tributos
A la insuficiencia,
Y tragarme a secas los tempestuosos indicios de realidad,
Para poder seguir imaginándome los colores que te llevaste,
Para poder escudriñarte en cada pared,
En cada esquina agrietada por mi llanto
Y las fechas de nacimiento de un viejo moribundo.
Sabia que mentiría si hubiese dicho la verdad sobre nosotros,
Por eso no lo hice,
Y a pesar de los vacíos,
Me rehúso a hacerlo.
Allá tu con tus melindres defectuosos y tu estúpido
Sueño americano, con tus barras narcisistas
Y tus faltas persignaciones ante el vulgo irremediable
Al que ahora perteneces.
Yo prevaleceré junto a mi enarbolada pobreza,
Y en mis atardeceres mas preciados
Esperando que tal vez dentro de cinco días
Las cenizas se dispersen entre frases y rutinas
Para no engendrar sonrisas no irrelevantes añoranzas.
Si, es verdad,
Alguien murió esa mañana
Y solo uno de los dos lo nota . . .
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