Carlos Bórquez paseaba su mirada de ave de cetrería por los distintos escritorios de la oficina. Era el sub gerente de la empresa, puesto al que había accedido tras una carrera impecable en lo profesional, pero que le había acarreado multitud de enemigos. Bórquez era inflexible cuando se trataba de interceder a favor de sus dirigidos. Su glacial indiferencia y ese irrestricto apoyo a cualquier causa que fuera en desmedro de estos, le habían valido la antipatía de los quince trabajadores, quienes le temían de sobremanera por su actitud despótica y de paso evitaban incurrir en alguna falta que, por muy ínfima que fuese, equivalía a un despido seguro.
Esa mañana Bórquez había amanecido con un genio de los mil demonios debido a un incipiente dolor de muelas que se había transformado en una tormenta que amenazaba con convertirlo en un simple ser humano. Los analgésicos con los que intentaba frenar el dolor no le servían de mucho y a eso de las doce, el sub gerente se paseaba enloquecidamente por la oficina, tratando de disimular los crueles latidos que parecían descarretillarle su mandíbula.
Lara, un pequeño trabajador que era el júnior de la oficina y que gracias a su nimia estatura se había ganado el poco original apodo de Larita, se dio cuenta de la situación y sin comentarle a nadie de esto y porque era un hombre de buen corazón, sacó de su escritorio unas obleas chinas, llenó un vaso con agua y cuando Bórquez pasó por su lado le ofreció la panacea. El sub gerente lo miró de arriba abajo y conste que el cabeceo fue corto ya que Larita no medía más de un metro y cincuenta. Luego, con gesto imperativo, le indicó la oficina del Gerente. Larita, sin comprender nada, se levantó de un salto y se dirigió al despacho indicado.
Los compañeros del pequeño Larita no entendían nada. El pequeño júnior se despidió de cada uno de ellos y salió cabizbajo del edificio, con el desahucio arrugado en uno de sus bolsillos y con el recuerdo de sus compañeros latiendo al compás de su corazón. El despido fue tipificado como una desobediencia al artículo 5º de la Ley 18456 que se refería a un desacierto cometido en horas de trabajo. De este modo la putrefacta muela del draconiano ejecutivo salvaguardaba su derecho a protestar dentro de su restringido ámbito y servía como ejemplo para futuras irregularidades.
Alfaro, el cabecilla de los trabajadores, una especie de Espartaco moderno luchando soterradamente por los derechos de sus colegas, maldecía una y otra vez al endemoniado sub gerente. Sostenía contrariado que era bien cierto aquello que uno de los mejores aliados de la inteligencia era la hipocresía y se cuidaba, por ello, de manifestar algún malestar en presencia del canalla de Bórquez. Pero astutamente se las había arreglado para prepararle una trampa que, de resultar, significaría la victoria definitiva para sus huestes.
Bórquez cumpliría cuarenta y cinco años en dos días. Pese a la repulsa generalizada que concitaba el individuo, los trabajadores le prepararon una fiesta que se llevaría a efecto después de las horas de trabajo, en el casino de la empresa. Habría mucho confite, galletas y crujientes papitas fritas envasadas, pero sólo se bebería agua mineral, ya que esa era la bebida preferida del engendro. Todo quedó listo para el día siguiente. Alfaro se frotaba las manos de contento.
Hubo sentidos discursos alabando a Bórquez. Este miraba desconfiado y de vez en cuando, el tajo horizontal que era su boca, se curvaba levemente en las comisuras cuando el gerente le dirigía alguna palabra. A la media hora, Alfaro se acerco al subgerente para entregarle un regalo de parte de todos los trabajadores. El odioso personaje hizo un extraño ademán porque no se lo esperaba. Era un rústico jarrón, de esos que se venden en cualquier esquina de barrio, acompañado de una tarjeta invitación. Aparecía en ella la fotografía de una hermosa morena que guiñaba el ojo mientras invitaba al lector a visitarla. Nadie hizo mención de ello, pero todos se dieron cuenta que el monstruoso gerente guardaba cuidadosamente la tarjeta entre sus ropas. Agradeció luego el regalo y en poco menos de diez minutos todo hubo terminado.
Henríquez y González se encargaron de espiar a Bórquez. Todos sabían que el tipo era curioso y por lo mismo, apostaron férrea vigilancia a su pequeño departamento. Cerca de las diez de la noche, le vieron salir muy acicalado pero demasiado sigiloso. Hizo detener un taxi y se encaramó en él, no sin antes mirar a la redonda con su mirada ornitológica. Los hombres le siguieron a prudente distancia en el Fiat de Henríquez. Tenían más que claro que Bórquez se dirigiría a la dirección anotada en la tarjeta, porque aunque el no lo demostraba, su debilidad por el sexo débil y sobre todo por las mujeres hermosas, era irrefrenable. Esto lo habían constatado en varias ocasiones y precisamente ahora utilizarían esta arma para aniquilarlo.
La bella morena entreabrió la puerta y al mejor estilo de Betty Boop, entrecerró un ojo al gerente y le lanzó un beso estirándole sus sensuales labios rojos. Bórquez debe haber escuchado una música de ángeles en su dura cabeza de halcón ya que sin mediar invitación, se introdujo en la vivienda.
Mientras el gerente se desvestía apresuradamente, Henríquez y González se introdujeron en la casa, le hicieron un guiño a la mujer, Henríquez sacó de entre sus ropajes una cámara fotográfica y se ocultaron en una pieza. Cuando la belleza se acostó al lado de Bórquez, éste comenzó a acariciarla con desesperación. La mujer se dejó querer hasta que, de pronto, apareció le pequeño Lara, furibundo y desencajado. El gerente abrió tamaños ojos, se desenredó de las sábanas y como pudo se puso de pie, mostrando su ridícula estampa semidesnuda.
-¿Qué pasa aquí?- preguntó Lara, con su voz casi infantil.
-¿Qué tendría que pasar?- respondió tiritón el halcón Bórquez, que más que halcón, en esos momentos parecía un entumecido pajarillo.
-¡Hipócrita! ¡Descarado! ¡Así te quería ver, malvado!- vociferaba Larita, mientras se arremangaba su camisa. -¡Esto tiene que acabarse aquí mismo! Una pistola apareció en sus manos y ante esto, la mujer comenzó a proferir terribles chillidos. El gerente se cubrió con una sábana y sin ningún amor propio se arrodilló delante del pequeño. Larita le apuntó y el villano se puso a llorar. –¡Piedad, por lo que más quiera, no me mate, no me mate! Lara se colocó en la misma posición que le conocemos a James Bond y luego comenzó a pasearse por la habitación como si estuviese madurando alguna idea. –Quizás quiera conversar- le dijo luego Lara. -¡Pida lo que quiera! ¡Si gusta, puede usted regresar mañana mismo a la empresa! ¡Le aumento su sueldo! ¡Lo que quiera, lo que quiera! El pequeño se paseó otro rato mientras Bórquez le ofrecía el oro y el moro. En cierta medida, Lara sentía conmiseración por el individuo, de suyo tan inflexible y arrogante. Pero el plan debía ejecutarse de todos modos. Obligó al gerente a firmar un documento en el que se acordaba su reintegro incondicional y con todas las garantías habidas y por haber.
Henríquez había fotografiado toda la escena y junto a su compañero sonreía complacido. Alfaro, entretanto, se había sumado a esta negociación ya que apareció muy a propósito a los pocos minutos del entuerto. Atrapado, humillado y deseando decapitar a los trabajadores, el gerente se retiró cabizbajo y sin reparar que la noche había caído como un telón negro sobre su triste humanidad.
A la mañana siguiente, recuperado de tan deplorable situación, Bórquez recuperó su dominio y fue el mismo implacable y repulsivo gerente de todos los días. Cuando se topó con Larita, quien se había reintegrado a sus habituales labores, le lanzó una de sus más terroríficas miradas de pajarraco herido y mostrándole la salida, le conminó a retirarse. Al instante aparecieron todos los trabajadores y Henríquez, con una solemnidad desacostumbrada en él le mostró el set de fotografías, advirtiéndole que había decenas de copias par exhibir. El sub gerente empalideció de tal forma que el mismo Larita fue a buscarle un vaso de agua.
-El asunto es bien claro, señor Bórquez. Desde ahora y hasta que Diosito lo disponga, actuaremos a la par. Usted comete una felonía y nosotros sacamos a relucir este relicario de postales para que todo el mundo las vea. Si usted se comporta como corresponde, nos respeta como seres humanos y no atropella nuestros derechos, las fotos dormirán el sueño de los justos en algún lugar muy secreto-. Alfaro tomo aliento luego de esta advertencia y prosiguió –Por supuesto que se respetará este acuerdo entre usted y Larita- le extendió el papel que Bórquez había firmado la noche anterior. Hemos sacado copias y usted lo firmará por triplicado para que también quede constancia en la Inspección del Trabajo. ¿Lo tiene claro, señor? El pobre hombre, que estaba hecho un guiñapo, asintió y luego se derrumbó en su asiento.
-¡Esto que me están haciendo es un vil chantaje!- expresaba Bórquez con su lengua traposa, mientras sostenía en una de sus manos un vaso de Whisky y en la otra un humeante cigarrillo. Los trabajadores, agrupados a su alrededor, lo animaban a seguir consumiendo. Esa tarde se retiraron todos de la oficina y obligaron al sub gerente a acompañarlos a una animada boite del centro de la ciudad. Era el primer paso en el cambio de conducta de Bórquez, una terapia muy sui generis que nadie sabía hacia donde se encaminaría. El hombre se embriagó rápidamente y sus ojos de halcón enloquecido giraban en redondo hasta ponerse blancos. Alfaro lo condujo a la salida para enviarlo a su casa. Bórquez comenzó a entonar una ranchera y su voz escapó destemplada de sus labios para estrellarse en los agudos tímpanos de unos gatos que retozaban en un tejado cercano. Estos se sumaron al coro y más allá un perro pareció solfear: “pero sigo siendo el reyyy. Porfiado más que nunca, el sub gerente, se alejó por la oscura calle, dando tumbos, levantándose y cayendo, afirmándose lastimosamente en las sucias paredes, tropezando y vuelta a tropezar hasta que desde la distancia, Alfaro vio a una deplorable sombra caer con estrépito para no volver a levantarse.
-He hablado con el Gerente y desde hoy, tendremos mejores regalías en esta oficina. No es posible, compañeros, que en pleno siglo XXI aún no se respeten los derechos de los trabajadores. Y desde el próximo mes habrá un aumento de sueldo del 25% de acuerdo al Convenio de Negociación Colectiva que hemos hecho valer en todos sus términos-. Quien así arengaba no era el Espartaco Alfaro sino el sub gerente Bórquez, ahora transformado en el compañero Carlos, el más humano, preocupado y desinteresado de los trabajadores de esa empresa. Al terminar su disertación, sus colegas lo aclamaron bulliciosamente y antes de terminar la reunión se dirigió a Larita, que ahora, por obra y gracia de sucesivos ascensos, se había transformado en el señor Lara. –Acuérdese que yo seré el padrino de su hijo, amigazo. No se me vaya a achaplinar, pues. Había transcurrido casi un año desde aquel incidente y el Halcón ahora era otro hombre. Estimado por todos, trabajaba a la par con Alfaro para conseguir mejores condiciones en la empresa y contrariamente a lo esperado, la plana mayor de esta había apreciado a su vez este brusco cambio y el Halcón había sido nominado para la Gerencia. Bórquez desechó tal oportunidad por una simple razón: no deseaba alejarse de sus compañeros. Misterioso es el ser humano y a veces impredecible su conducta. A menudo, existe una razón poderosa para que ocurran estos cambios. Un dato al margen de este relato que finaliza ahora: Las comprometedoras fotografías fueron rotas al día siguiente del armisticio en la boite y esto lo supo desde entonces el ahora respetable sub gerente Carlos Bórquez.
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