Somos hijos del dolor, engendros de la noche.
Sentado en una banqueta solitaria, observé el humo desprenderse de mi boca. Intricados paisajes mezclados en el suave respiro de otra vida. No podía soportar las lágrimas que quemaban mis ojos, pero el silencio me calmaba y este podía más aún que los gritos de mis recuerdos. El primer despertar fue como magia, y todo lo que le siguió no fue más que la necesidad de repetir aquella primera instancia, de tratar de sentir la misma intensidad.
La primera vez fue como realmente respirar, una bocanada de aire fresco directo en los pulmones. Apareció como un toque de adrenalina, una pizca de sentimiento… la solitaria mirada hacia lo que la muerte depara. Quizá era lo único real, lo único que valía la pena. Los días monótonos y grises se abrían hacia otra realidad, otro limbo con otra cara y miradas distintas. Ya tolerable, los días se tornaban en espejismos brillantes, con horizontes que se abrían hacia el infinito y dejaban rastros de ilusiones.
La busqué y, como todo lo demás, me dejó; su último adiós un susurro terminante. Ahora estoy sentado sobre senderos vacíos, mirando cielos uniformes y exhalando humo, tratando de juntar pedacitos de mente en un sólo espacio. Seguiré aquí, recordando la visión de la muerte y esperando a que venga a consumirme, que me entregue un final hermoso como aquél que sólo le pertenece a los hijos del dolor, engendros de la noche. |