Trombosini, gordinflón de escaso encanto y distorsionada percepción de su propia imagen, se las daba de divo en las pedregosas regiones en las que le tocó transitar. Era un crítico redomado de la sociedad y enconado antagonista de todo lo que tuviese un matiz derechista, abominaba del capitalismo que engendraba, según él, la futura destrucción de todos los principales soportes del país. La palabra consumismo lo engrifaba y dejaba de inmediato los paquetes con sus botellas de licor en el suelo y las bolsas con carne y cecinas las instalaba en una superficie en que estuvieran a buen resguardo para descargar a viva voz un discurso reivindicatorio hacia la frugalidad que el mismo estaba muy lejos de poner en práctica.
Escribía en la mesa de la cantina entre rumas de sándwiches de jamón y circundado por una cantidad de vasos repletos de whisky, ron, pisco, gin y entreverado entre ellos el más humilde vinillo de química imprecisa y sólo para paladares ciegos. Sus textos estaban plagados de lugares comunes, escribía poemas insufribles en que las penas de amor salían a navegar en mares espurios, textos sin ningún estilo y contraponiendo delicados adjetivos a las más atroces groserías. A menudo aparecían algunas lánguidas féminas para acompañarlo en sus aleatorias libaciones y conducirlo a sórdidos burdeles en donde malamente se hacía el amor, dado el desastroso estado físico del bueno de Trombosini. Una flaca pasada en años, fea como una urraca, era su más fiel acompañante. Se trataba de la Tía Loca, una antimusa que siempre estaba presente en la obra del gordo.
-Vamos a acostarnos mijita- le decía Trombosini a su esperpento preferido y ya en el sucio catre del hotelucho y nimbado por las grisáceas sábanas, el poeta recitaba su última creación, una oda a la resistencia pacífica, en donde mandaba a la cresta a todos los organismos represores. De paso, le echaba su rociada “a las viejas pitucas que pasan comprándose ropa en las grandes tiendas, en desmedro de todos los patipelados que no tienen que echarle a la olla.” La Tía Loca aplaudía con falso entusiasmo y estremecía su cuerpo flacuchento al compás de las estentóreas risotadas del gordo, quien, de paso, mandaba a pedir una botella de champaña de la más costosa para celebrar su brillante creación. La mujer, patética en su desnudez, se tiraba encima del pobre hombre y comenzaba a cosquillearle los sobacos, desesperándolo a tal punto que muchas veces y por el imperativo de un brusco ademán, la mujer era desembarcada de ese nido de amor y caía estrepitosamente al suelo. Despaturrada sobre las terrosas tablas, la mujer se reía a gritos, le lanzaba atroces injurias al impávido adiposo, quien, ya despreocupado de todo, continuaba recitando sus empalagosas creaciones.
En otras ocasiones, el gordinflón salía a recorrer el pequeño pueblo, tratando de reconquistar el corazón de cuanta mujer le pareciera deseable. Quizás el término reconquistar no sea el más adecuado, puesto que lo que hacía Trombosini era retomar un estado larvario de conquista, un diálogo en que las negativas de ellas parecían rebotar en su entendimiento para machacar y machacar con su previsible y poco incendiario discurso. Ninguna mujer que se preciara de decente habría soportado a ese tipo con arranques hedonistas que, en la cúspide de su satisfacción, le imploraba a una sociedad injusta que se retacara en sus desaciertos.
El tipo se consideraba un gran valor de la literatura, una lumbrera cuyo destino seguro serían los honores de todos los círculos literarios del orbe, lo que traería aparejadas, por consiguiente, la fama y la fortuna. La Tía Loca alentaba estas pretensiones con sus continuos mijiteos y arrumacos interesados ya que con su espeluznante físico y a sus años, sólo de Trombosini podía esperar esas migajas sucedáneas de una vida en pareja.
Cierta tarde aparecieron los integrantes de un discreto circo y el entusiasmo cundió en la zona. Todos acudieron a ver como los trabajadores levantaban la enorme carpa, alineaban sus carros multicolores a la sombra de unos escuálidos árboles y realizaban sus ejercicios ante la mirada absorta de los niños. Los animales eran los que acaparaban toda la atención, siendo el par de elefantes quienes se llevaban las palmas por su aspecto majestuoso y a la vez cordial. Los tigres estremecían la piel cobriza de los pueblerinos, los finos caballos les hacían lanzar exclamaciones de entusiasmo y unas cuantas focas dormitaban en sus cubiles, ajenas a todo ese barullo. Un payaso comenzó a promocionar con su voz chillona el inminente espectáculo, alborotando al enorme círculo de adolescentes que se reían con descaro.
Todos concurrieron a esta puesta en escena extraoficial menos el gordo Trombosini, quien, por esos días no se atrevió a asomar las narices y se refugió con un buen arsenal de sándwiches y botellas de licor en su modesta pieza de pensión.
-Mi niño ¿Por qué no me lleva al circo? Me encanta ese espectáculo y no voy desde que era cabra.
Trombosini no se dio por aludido y continuó escribiendo recostado en su cama reforzada por unos cuantos ladrillos. La Tia Loca insistió con sus requerimientos hasta que el gordo, malhumorado la hizo callar.
-¿Hasta cuando me leseai con la tontera? ¿Qué no te das cuenta que ese asunto a mi no me atrae en lo más mínimo? Odio a esos payasos maricones y sin gracia que dan más pena que ganas de reír, odio que se maltrate a esos pobres animales y no se les brinde una vida digna; detesto, además a esa gente contrahecha que le saca partido a su propia desgracia para ser el hazmerreír de esa jauría indolente…
-¿De cuando acá? ¿Acaso no me contaste una vez que cuando niño te causaba mucha gracia el tipo de tres ojos, el hombre lobo y la mujer barbuda?
-¡No me la menciones! ¡Ella era un verdadero espanto! ¡No me la menciones!
En el rostro del gordo se dibujó una mueca horrible que hizo retroceder a la tía loca. La discusión quedó zanjada en ese mismo instante.
El circo preparaba aquella noche su última función. Las boleterías no daban abasto para la enorme cantidad de ansiosos espectadores que se peleaban las entradas. En rigor eran casi las mismas personas que ya habían asistido tres o cuatro veces a las espectaculares funciones y ante la perspectiva de la partida, deseaban refrescar en el recuerdo y en sus retinas aquel fascinante espectáculo. La música estridente hería los oídos pero eso no era obstáculo para que los niños gritaran de contento y en el rostro de sus padres asomara esa misma expresión de alegría. La voz del maestro de ceremonias retumbó en medio de tanta algarabía anunciando solemnemente la despedida del circo. De inmediato comenzó el desfile de contorsionistas, trapecistas, payasos y animales y los aplausos y la música llenaron el espacioso lugar con ecos repletos de magia y colorido.
En un rincón lejano, casi en la penumbra, un personaje no parecía gozar en lo más mínimo con ese encendido espectáculo y agazapado entre su propia sombra, atisbaba expectante.
Los payasos comenzaron su rutina y les siguieron unos simpáticos perritos amaestrados que disputaron una pelota ante las risotadas y los gritos de entusiasmo de los espectadores. Más tarde fueron los equilibristas quienes provocaron un silencio expectante y de pronto, se abrieron unas cortinas y apareció la sorprendente mujer barbuda. Un ooooooooh de sorpresa se escuchó rotundo y el hombre que presenciaba en las sombras pareció despertar de su estado letárgico para contemplar con ojos brillantes aquel espectáculo asombroso. La mujer se desplazaba con gesto airoso por la pista y de vez en cuando aproximaba su rostro a los espectadores para que tironearan su tupida barba. El hombre de las sombras no aguantó más y haciendo caso omiso a su extremada envergadura, saltó ágilmente de banca en banca hasta llegar al lado de la mujer. Entonces fue que le dijo con voz llorosa:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
La mujer contempló con ojos curiosos al tipo que así la interpelaba, su mente realizó una rápida búsqueda en la que se sucedieron asociaciones y descartes hasta que de pronto, desde el fondo de su ser, un grito gutural la estremeció por completo.
-¡Hijoo! ¡Hijooooo!
Y adelantó sus brazos fornidos hacia aquel tipo que entre avergonzado y arrepentido, la contemplaba balanceándose en sus propias dudas.
Nunca más nadie supo de Trombosini. Algunos dicen que una mañana neblinosa partió muy de madrugada sin decirle nada a nadie, otros, que se enroló en ese circo para oficiar de libretista. Los menos, juran que el gordo se enamoró de una gitana y que ahora la sigue por todo el mundo. Sea lo que fuere, un espectro con trazas de mujer lloriquea desde que amanece hasta que la noche cubre de estrellas ese lejano poblado. Quizás nunca regrese ese amor ponzoñoso que le daba sentido a su vida y ella se desangra por dentro puesto que Trombosini siempre fue para ella su última esperanza…
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