Ahí estaba, intranquilo, inmóvil, esperando, contemplando la blancura del invierno en la ventana. Aprovechando ese pequeño momento de paz por el que transitaba, y aún así, esperando de nuevo la gloriosa tempestad, sentimental y enigmática, que en su cuerpo un joven desataba.

Esperando, ahí estaba, maravillado de lo que vendría, de las notas que en papeles sostenían los pentagramas, de las melodías que ese joven componía, del dolor que le impondría, con cada nota que pasara. Y seguía sin sonar, el joven apasionado anotaba y tarareaba en los papeles, pero no sonaba. Le llamó la atención de la melodía que pronto sentiría, esa melodía que haría crujir su madera y retumbar sus cuerdas, y llorar con cada golpe del joven al marfil. Llorar y resurgir a viva voz la melodía que sólo era una tonada en este momento, que sólo eran papel y notas, que todavía no era sufrimiento.

Y sonó, en la tranquilidad del cuarto lloró las penas que solo había soñado, sintió el crujir de su madera, el movimiento mecánico en su interior, y el golpe contra sus cuerdas, los ligeros movimientos de los dedos del joven sobre el marfil de sus teclas. Y estalló en una locura de sostenidos y bemoles, mayores y menores, que solo el joven pianista ruso sentado sobre un banco pudiera haber compuesto.