Un buen día me enteré de que tenía un familiar lejano en todos los aspectos: en lo familiar y en lo espacial. Y me enteré de la forma más definitiva que existe: era su heredero. Pero no crean que heredé una fortuna o propiedades, no. Mi herencia consistía en un viejo arcón donde encontré, entre viejas ropas y algún que otro hermoso libro, una serie de libretas con cubiertas de cuero y páginas blancas escritas a pluma con letra pequeña pero clara: eran los dietarios de mi tío abuelo político segundo Alexander Íllic. Nunca sabré por qué me los envió a mí, quizá supo de alguna manera que yo había estudiado periodismo y que lo que contenían los dietarios me podría interesar. Y la verdad es que acertó. En esos cuadernos se encuentran las a veces increíbles historias de mi familiar y de una serie de personajes enigmáticos como el profesor Sebastian que creo que merece la pena que conozcan. No me pregunten hasta qué punto son ciertas. Y no sé si me interesa saberlo. Sólo me limito a pasarlas a limpio. Aquí tienen un pequeño avance. Si les interesa, háganmelo saber. Gustoso, les iré transcribiendo lo que esas curiosas páginas narran. Reciban mientras un cordial saludo.
Atentamente,
Moebiux
Dietario de Alexander Íllic (fragmento)
Encontrar un viejo ataúd siempre impresiona. Encontrarlo en un húmedo sótano de una antigua casa contribuye a darle más misterio y le añade cierto hálito tétrico. Pero lo que nos sorprendió de verdad fue lo que nos encontramos dentro. Abrimos la pesada tapa no sin algún esfuerzo porque debíamos averiguar la identidad del cadáver que hubiera allí dentro, fuera lo que fuera... Y sí, era un esqueleto humano, de un hombre, por el tamaño de sus caderas. Pero lo extraño era cómo las manos del cadáver se aferraban desesperadas a un crucifijo de madera; cómo entre sus dientes se hallaba un diente de ajo; y cómo reposaba al lado de la cabeza una botellita que estaba vacía y que, por el olor, contuvo agua. Nos miramos entre todos perplejos, buscando en los ojos de los demás una silenciosa confirmación de que nos hallábamos ante algo sobrenatural, atávico. Recuerdo cómo se me erizó la nuca cuando vi la expresión turbada del profesor Sebastian, hombre sabio, cabal y sensato donde los haya. En ese tenso silencio, alguien sacó de entre las costillas del esqueleto una hoja de papel doblada. Estaba escrita con lo que parecía ser sangre. Con manos menos serenas de lo que el profesor Sebastian hubiera deseado, la leyó para sí. Expectantes, nadie se atrevió a preguntar qué decía. Pero no hizo falta. Sebastian carraspeó y dijo con su fuerte voz:
-Caballeros, estamos ante el cadáver de un suicida. Pero con una particularidad: era un vampiro.
Nos quedamos todos atónitos. Recuerdo que acerté a preguntar:
-¿Qué dice la nota, profesor Sebastian?
Al profesor se le escapó una pequeña sonrisa que me pareció lacónica.
-Que se había enamorado de una mortal.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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