Se desquitó de todos y de cada uno. Aquellos que en tiempos pretéritos osaron levantarle la mano, esta vez pagaron con su vida. Era el temible vengador que, implacable, buscó por cielo y tierra a sus agresores y una vez enfrente de ellos, hizo gala de su peculiar sangre fría para descerrajarles un tiro en medio de los ojos, tal y como se hace con las alimañas que amenazan con despedazarnos. Uno tras otro cayeron aniquilados como si hubieran sido parte de alguna casta maldita. Sólo quedaba uno, el más antiguo, el iniciador de todas estas agresiones a mansalva, el único que transitaba impunemente por la vida sin imaginar que el vengador se acercaba para cobrar su revancha. Cuando la puerta se abrió, el pobre hombre sólo atinó a mirar con extrema curiosidad a ese ser enfundado en negras vestimentas. El arma rieló en sus manos y de sus labios se escaparon sólo dos palabras: -Hágase justicia- antes que su dedo oprimiera el gatillo que acabaría con el último de la lista y que en realidad debió ser el primero. El hombre abrió desmesuradamente sus ojos antes que el trueno pregonara su muerte. Su cabeza ensangrentada se ladeo sobre el mullido sofá que comenzó a jaspearse de pintas rojas. El justiciero se dio media vuelta con su conciencia ya absolutamente en paz. Atrás quedaba aquel agresor que le había palmoteado sus nalgas en el momento mismo en que arribaba a la vida…