No nos dimos cuenta que el niño había desaparecido sino hasta que el señor me ordenó reunir a la familia para almorzar. A la niña la encontré en su habitación peinando los minutos mientras acariciaba su hermoso cabello frente al espejo. La señora estaba dormida, como de costumbre, en el pequeño sofá del estudio, con un libro sobre su pecho cuyo título rezaba “La difícil tarea de ser padres”. Busqué al niño en su habitación. Vacía. Pensé que podía estar dormido dentro de la carpa de campamento, pero sólo encontré el caballo de plástico que su hermana le regaló en su cumpleaños y dos ejércitos de peones, alfiles y torres luchando por el dominio dentro de la carpa. Después de su cuarto, el jardín era su lugar favorito, seguro que estaría allí recolectando bachacos de diferentes especies y metiéndolos en un frasco de compota para verlos enfrentarse cual gladiadores del reino animal. “El fiero teutón contra la leyenda negra del Africa”, le escuchaba decir a veces, imaginando que ambas hormigas, una roja y otra negra, eran los personajes de los cuentos para dormir que le contaba el señor. Pero no, hoy no había feria, ni gladiadores, ni niño.
Nos dimos cuenta de que la mucama no estaba porque la mesa todavía no había sido servida. Ya estaban todos en el comedor excepto el niño, el almuerzo y la mucama. La muchacha sólo tenía una semana con nosotros, la señora la contrató para que me ayudara con los quehaceres de la casa porque ya mi cuerpo acusaba el cansancio de treinta años de servicio con la familia. Aquella india no me gustó desde el comienzo. Recuerdo que al señor tampoco, el día que la consiguió vestida con el uniforme y el plumero en la mano, fue directo a despertar a la señora en el estudio y le dio una reprimenda como nunca lo había hecho. El señor le reclamó el que hubiera contratado aquel espantapájaros de cabellos grasientos y sonrisa afectada y deslucida por varios incisivos faltantes sin haberle consultado primero. Al final la desdeñosa india se quedó, sólo porque la señora irrumpió en lágrimas y el señor aceptó que se quedara una semana de prueba como un gesto de disculpa por haber gritado a la señora. Hoy se cumplía el segundo día de prueba.
Cuando el teléfono sonó llevábamos varias horas en búsqueda del niño. La señora y yo quedamos petrificadas como estatuas de Pompeya, con el alma en vilo y presintiendo que algo malo había sucedido. El señor se mostraba inexpresivo al teléfono y los “si” graves entre una pausa y otra incrementaban nuestra angustia. En mi cabeza danzaban agolpándose las noticias de sucesos nefastos narrados por los noticiarios. El temor de que el niño fuese mañana el protagonista de uno de esos horrendos titulares me apretaba la garganta y me dificultaba la respiración. Casi podía ver delante de mí en grandes letras y sobre páginas amarillas la noticia de “Niño secuestrado por mujer de servicio involucrada en caso de tráfico de órganos”. Entonces corrí hacia el cuarto de servicio donde se quedaba la india. Atravesé la cocina con el corazón en la boca, sabía que si no conseguía ninguna de las pertenencias de la mujer esa, las probabilidades de que el titular que imaginé se materializaría en alguno de los periódicos amarillistas de circulación semanal era bastante alta. Cuando llegué a la habitación, un fuerte olor acre hurgó mi nariz. No me gustó encontrar la cama perfectamente hecha - como se deja cuando no se piensa volver -. El cuarto estaba en orden, demasiado ordenado para mis nervios, no había indicio alguno de que alguien estuviese usando ese cuarto como morada. Las rodillas terminaron por ceder y caí sobre la cama, sentí que moría al pensar en la idea de que probablemente nunca vería al niño de nuevo. Había empezado a sentir un hormigueo en el brazo izquierdo cuando el sonido de una puerta que se abría detrás de mí, me hizo levantar y volver la cabeza, entonces vi al niño salir de la secadora automática, restregándose los ojitos hinchados por tanto dormir, a la vez que decía: tengo hambre nana, y me duele aquí (señalándose el cuello).
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