Los quejidos eran continuos e interminables, siempre comenzaban a la misma hora y se acababan al cabo de dos horas exactas. Adiala fue la primera en notar esa precisión metronómica, una noche me dijo: Carlos, siempre comienzan a las once. Yo le contesté que estaba loca que seguro era casualidad, pero su insistencia me llevó a comprobarlo y en verdad, cuando comenzaban los aullidos del pobre animal, el reloj marcaba las once con cero minutos y algunos segundos.
Vivimos en un edificio mediano, - apenas 40 apartamentos - en una zona de la ciudad tan tranquila que en las noches nos arrullan los grillos y alguno que otro sapo cantor. Cuando comenzaron los quejidos mi esposa y yo los toleramos porque sentimos gran afecto por los animales y en cierta forma nos provocaban nostalgia de Shaggy, el dóberman pincher que una vez le regalé a Adiala cuando éramos novios. Yo pensaba, y sé que Adiala también,- pues después me lo dijo- que los quejidos no eran normales, no sonaban como el llanto de soledad de todos los cachorros cuando son separados de su madre y pasan las primeras noches en la oscuridad de un almacén o cocina o casita de perro (en el caso de los que son más acaudalados). No, para mí eran quejidos de dolor como cuando, los pisas por error.
Había transcurrió el primer mes y no nos decidíamos a quejarnos con los vecinos, en gran parte por flojera de dejar el calor de las sábanas, ponernos algo presentable y subir hasta el piso cinco a enfrentar a unos desconocidos. Al final y al cabo el perro tendría que terminar acostumbrándose, nos decíamos convencidos.
Me encontré en el ascensor al vecino del 92 y me preguntó si yo era el del perro chillón, le dije que no e inmediatamente asumió el aire de confidencia de quienes comparten una molestia común. Me dijo que pensaba pasarles una carta a los del 54, no era posible que maltrataran tanto a ese animal y menos a esas horas de la noche. También dijo que había hablado con varios vecinos, los del once, los del treintidós y casi todos los del piso cuatro; y que ya habían firmado la carta, que si quería que pasaba a la noche para que yo también la firmara. Le dije que con gusto, pero que también me parecía importante visitarlos y presentar la queja en persona, así el gesto no sería tan frío como un memorándum corporativo. Mi propuesta no tuvo aquiescencia, mi vecino cambió el tema como si no hubiese escuchado nada y me dijo que al parecer eran una pareja joven y que estaban recién mudados; casi nadie del edificio los conocía. Ni siquiera la conserje o el vigilante habían logrado verlos cuando se mudaron, no hicieron una mudanza de dimensiones grandes como se estila cuando tiene que trasladar muebles por lo que nunca avisaron a la Junta ni a la vigilancia del día en que planeaban venirse a vivir al edificio. La conserje nos comentaba que siempre dejaban el cheque del condominio debajo de la puerta después de tocar el timbre.
Un día, Corina, nuestra pequeña, nos dijo que había visto al perrito. Era negro y se parecía mucho a Bruno Metal una escultura en forma de Bull Terrier que Adiala le compró a Corina en Maracay. Le preguntamos si había visto a los dueños, pero dijo que no, que andaba solo, y al preguntarle que como supo que era el perrito que lloraba nos dijo, que el perro se lo había dicho. Yo le dije que no dijera mentiras, que los perros no hablaban, pero me refutó que éste sí. Le preguntamos dónde lo había visto y dijo que el otro día en la fiesta de la vecinita del 72, ambas habían salido corriendo tras él en el patio. Primero jugaron con él un rato y entonces les habló, dijo que estaba triste y por eso lloraba. Adiala después me dijo que la historia de Corina seguro había sido un sueño que tuvo, pues el otro día se había despertado de una de sus siestas y le había dicho que había soñado con Bruno Metal. Corina se había pegado a Bruno Metal desde el momento en que lo vio en la galería. Adiala se conmovió y decidió comprarlo, el dueño de la galería la felicitó por la elección. Después me contaría que el perro la atrajo y casi podría decir que la sedujo para que entrara en el establecimiento. No estaba en la vidriera principal con el resto de las esculturas de Navidad, más bien estaba en un rincón al fondo y sólo se podía ver si te parabas en la puerta de la pequeña galería; pero desde que lo vio con sus patas traseras separadas en posición de alerta, con los ojos vacíos –los ojos eran una par de perforaciones en la estructura de la lata que hacía las veces de cabeza-, pero a la vez tan llenos, ojos de perro triste; la hojalata del hocico cóncava con terminaciones que parecían dotarle de una sonrisa forzada. El perro en sí era amorfo, parecía el bosquejo de un retrato de Picasso hecho escultura, pero Adiala afirmaba que sentía empatía o buena vibra cuando lo miraba. Por supuesto que el apego casi inmediato de Corina la terminó de convencer de que lo comprara.
Los aullidos no cesaban y los ánimos en el edificio comenzaron a exacerbarse Los vecinos del 64, padres de unas morochas recién nacidas, nos comentaron que bajaron una noche a reclamar pero nadie les abrió la puerta. Cuentan que mientras tocaban el timbre los aullidos se hacían más agudos. Llamaron a la policía pero no acudieron porque no tenían patrullas disponibles. Fue gracias a los señores del 64 que se convocó la reunión de condominio para tratar el tema de los aullidos nocturnos. El presidente de la junta de condominio publicó una carta citando expresamente a los dueños del apartamento 54. No se presentaron. Todo el edificio había bajado, solo faltaron los vecinos del 54, los vecinos del 93 que estaban de viaje y los vecinos de 14 que ya no vivían en el edificio. Aunque todos escuchábamos los quejidos, nadie sabía a ciencia cierta de qué apartamento provenían, cuando le preguntamos al 92 porqué estaba tan seguro de que los ruidos venían del 54 dijo que el 64 se lo había asegurado, pues vivía justo arriba de ellos; pero a él le parecía que venían del 84, como los conoce y sabe que no tienen perros, decidió dar por cierta la sospecha del 64, especialmente después de la anécdota de estos últimos la noche que bajaron a reclamar, todo eso sumado al hecho de ver a una pareja joven con un cóquer que la conserje les confirmo vivían en el piso cinco. En la reunión todos coincidieron en que los aullidos parecen venir del apartamento inmediato de arriba o en el departamento inmediato de abajo. Eso sí, la dirección cambiaba dependiendo de si se vivía antes o después del piso cinco. Todos los del piso cinco escuchaban los aullidos en los apartamentos de arriba y nunca les había parecido que venían del mismo piso.
La pareja del cóquer resultaron ser dos chicos recién casados bastante afables y tímidos que bajaron con el perro y dijeron, que Nucita, (así se llamaba, y resultó ser perra y no perro) no podía ser pues dormía con ellos en el cuarto y ya era una perra vieja, los aullidos que ellos también escuchan son de un cachorro. Propusieron, para disipar cualquier duda, que el presidente de la junta bajara al piso cinco cuando escuchara los aullidos para comprobar que no se trataba de Nucita.
La pareja del 53 resultó ser tan honesta como lo era afable, el presidente de la junta bajó a las once y media una noche y no sólo no era Nucita la de los aullidos, sino que además la perra no estaba en el edificio, pues estaba enferma y la habían dejado en el veterinario. También comprobó que los aullidos se escuchaban arriba y no en el mismo piso. Decidió tocar en el 54, y sucedió lo mismo que los vecinos del 64 relataron, los aullidos se acentuaban y nadie contestaba la llamada del timbre.
La situación en el edificio comenzó a tornarse crítica, los vecinos de más allá del piso cinco empezaron a sospechar de los vecinos de los pisos inferiores y los de los pisos inferiores comenzaron a sospechar de los vecinos de los pisos superiores. Los aullidos comenzaron a ser reemplazados por las notas estridentes de decenas de timbres sonando al mismo tiempo y de gritos de “A mi no me llames mentiroso” y “Tú a mi casa no entras”. El presidente de la junta convocó una nueva reunión para tratar nuevamente el tema. Esta vez sólo faltaron los vecinos del 54 y del 14. Por decisión unánime se decidió que cuando comenzarán los aullidos una comisión conformada por el 64, el 94, el presidente, el secretario de la junta, y nosotros que vivimos en el 34, inspeccionaríamos apartamento por apartamento. De no encontrar nada procederíamos a derribar la puerta del 54.
Cuando comenzaron los aullidos, nos encontrábamos en el salón de reuniones, pues todos los de la comisión sabíamos que a esa hora comenzarían. Al principio pensamos en dividirnos la tarea, pero como era una situación delicada, el presidente de la junta nos disuadió alegando que era mejor que todos inspeccionáramos los apartamentos al mismo tiempo. En el piso uno nadie tenía perros, sólo había un gato en el 12 y no quiso salir de debajo de la mesa de la cocina, se notaba perturbado por los aullidos. En el piso dos tampoco había ningún perro. En ambos casos siempre los aullidos parecían provenir del piso de arriba. Llegamos a mi piso. Cuando entramos al apartamento todos pudieron comprobar lo que yo ya sabía, sin embargo me llamó la atención que Bruno Metal (la escultura) no estaba en su sitio, preferí no decir nada y asumir que Corina la había guardado en su cuarto. En los pisos cuatro, cinco y seis, tampoco había animales. El cóquer del 53 había muerto, el veterinario les dijo que no logró hacer que se recuperara, al parecer había sido envenenado. En el 72 tenían un goldenretriver, que lloraba y estaba notablemente nervioso, pero no aullaba y el ruido infernal seguía escuchándose pero de los apartamentos de pisos inferiores que ya habíamos registrado. Nada encontramos en los apartamentos de los pisos ocho, nueve o diez. Tocamos en el apartamento 54 y de nuevo experimentamos los que los vecinos del 64 y el presidente de la junta habían comentado, los aullidos se agudizaban y sólo en ese instante parecían provenir de adentro del apartamento. Uno casi podía pensar que eran aullidos de auxilio.
Íbamos a derribar la puerta del 54, pero de nuevo el presidente de la junta nos convenció de lo contrario, esta vez aludiendo que quizá era mejor buscar un a un cerrajero al día siguiente, así no causaríamos daños y de no encontrar nada entonces no nos meteríamos en problemas. Adicionalmente averiguaría quienes eran los dueños del apartamento. Y si en verdad vivían aún en el edificio. Todos estuvimos de acuerdo en que ese era un mejor plan. Cuando regresé a la casa eran más de la una de la mañana, conseguí a Bruno Metal en su sitio. Le comenté mi inquietud a Adiala y me dijo que le parecía muy extraño, pues recuerda haber visto a la escultura en su lugar antes de que yo saliera a inspeccionar los apartamentos. Ella también notó la ausencia, en el momento en que la comisión estuvo en el apartamento, pero no le dio importancia. Me confirmó que ella no la había vuelto a poner en su lugar.
Al día siguiente vino el cerrajero, era alrededor de las diez de la mañana. Cuando abrió la puerta, nos conseguimos con un cuarto lleno de telarañas desde el piso hasta el techo, no había muebles, el apartamento estaba vacío. Tuvimos que apartar con escobas las telarañas, pues formaban grandes capas por todo el apartamento y prácticamente habríamos quedado envueltos en ellas sin entrábamos sin apartarlas. En la cocina, que también estaba vacía fue donde la encontramos. En el medio de la habitación en posición de estar esperándonos, es decir, con la cabeza en dirección hacía la puerta estaba una escultura negra idéntica a Bruno Metal. Sólo entonces relacioné el comienzo de los aullidos con la llegada de Bruno Metal a la casa. Todos salimos desconcertados del recinto (todos menos yo, que me sospechaba algo descabellado, pero no podía convencerme de que debía haber otra explicación). Ahora habría que cambiar la cerradura, pero el presidente de la junta decidió dejar el apartamento abierto, así podríamos venir a inspeccionarlo en la noche cuando comenzaran los aullidos.
Esa noche no hubo aullidos. Yo le había comentado a Adiala lo que sospechaba y me dije que me había vuelto loco, pero pude notar que puso la misma cara que pone cuando regresamos de ver una película de terror. También tenía miedo y estoy seguro de que en parte me creía. Me imagino que por eso no quiso acompañarme cuando a las 11 sentimos rasguños en la puerta principal. No la culpo. Sólo salí porque debía mantener mi reputación de protector de la casa, y porque escuché unos pasos corretear hacia la sala seguidos del chirrido de la puerta principal. Cuando llegué a la sala conseguí a Corina abrazada a dos Bull Terriers, uno marrón hojalata oxidada y otro negro que al verme se zafó del abrazo de Corina y me dijo con voz metálica: Gracias.
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