Amaya
(Un homenaje al personaje del cuento “El Guardian”, de mi amigo Pablo Salomone - Vaerjuma)
Si, lo recuerdo a Amaya.
Como podría olvidarlo, a él. Al hombre.
Lo tengo grabado en la frente como el golpe del marronero que mata a la res, que la deja seca, cuando desconfiada entra al brete final.
Reculando, y empujada entra al brete de la muerte, en el frigorífico.
Amaya, ese hombre que deja el vaso como en un rito, raspando con el vidrio la mugre de la barra y suspira, y mira como perdido buscando algo en el aire del boliche cuando escucha a Don Alfredo que comienza a recitar “Guitarra negra”.
Y ve la res resbalando las pezuñas en el estiércol, y en la sangre, de otra, la que cayó también golpeada por el marrón.
Y el recordarlo, me trae ese dolor de parietal partido, de caer sobre el costillar en el cemento con ruido ya de carne muerta.
Antes que un tajo me abra el garrón y el gancho me cuelgue y me lleve ya carne colgando, carne azul.
A Amaya, el inmortal, si lo recuerdo. A ese hombre lo llevo como una marca en el hueso.
Una marca que no se va.
El mismo lo decía: cuanto cuesta abandonar, lo que se puede recordar. Y volvía a mirar entre el aire pesado del verano.
Su presencia imponía sin buscarlo un respeto, casi un miedo. Un hablar bajito, un cuchicheo. Su seca hosquedad lo imponía, su forma de estar solo.
Su silencio de andar enredado en sí mismo.
A ese hombre como otros miles, que se asombraba de verse entre la gente. Entreverado entre los vivos.
Él, que sabía que era la muerte y como llevarla colgada en algún lugar de la piel.
Él, el condenado a la pala en la mano, el que murió boqueando después que el filo del puntazo, entró y salió de la carne.
Cumpliendo.
Su destino de cuchillo. De cuchillo empujado por propia mano. Abrazado por las piernas de esa mujer impropia.
Ese hombre que supo ser jinete, carpeador, mensual, arriero, pescador en aguas oscuras.
Ese que pitando un armado enfrentó las madrugadas, las lloviznas, los solazos y le fueron quedando en las manos los caminos.
Y en los ojos, también le quedaron. Y los entrecerraba al contar hasta ese gesto, como si se quisiera reparar dentro del pasado.
Ese hombre que podía mirar en el mapa de sus manos y encontrar tembladerales entrerrianos, o la verde planicie de la banda Oriental o el Chaco Santafecino que vuela en un hachazo.
Ese que empinaba una caña quemada y sabía que era la esperanza. Y en la carne le ardían las mujeres.
Sobre todo esa mujer.
Por que siempre hay una.
Si, Amaya fue el que me contó. Una noche bochornosa de calor y humedad en pleno enero, que entregado a los sorbos quedó solo acodado al mostrador.
Esa noche había pedido vino, utilizando una sola palabra.
Después seguro, recordó que andaba sin dinero.
Le puedo pagar con un pájaro, me dijo, sacando un cardenal dormido del bolsillo, que mantuvo dentro del puño.
O con un secreto -agregó-, y la voz se le puso como si temblara.
Le acepte el misterio.
Y ahí me largó.
En este boliche, dijo y comenzó con voz pausada, sólo entran los que giran la Plazoleta Hernandarias en el sentido que lleva la calle España, después siguen por Cadete Castro hasta Perú, y al terminarla e ingresar a Gran Chaco desaparecen.
Ahí suspiró, y miró como una ráfaga de viento caliente movió los jacarandaes.
Pero siguió.
Acá, - Dijo - y pegó con dos dedos fuertes de uñas mugrientas contra el mostrador.
Acá solo entran los que cumplen ese ritual, los que se desvanecen.
Y se quedan para siempre.
Y soltó el cardenal, que voló nervioso dentro del boliche hasta encontrar la ventana abierta.
Los dos seguimos el ruido de las alas que chocaban.
El pájaro en un segundo se perdió en lo negro de la noche. Y nos dejó acodados, ante la misma botella de siempre, ante los mismos vasos.
Soportando la eternidad.
(Para Pablo Salomone y a la memoria de otro “inmortal”, Don Alfredo Zitarrosa)
(2005)
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