Vivimos en una preciosa granja y en donde mi padre, el viejo gallo malatobo (no sé quien le puso el nombre de Críspulo) se paseaba orgulloso y altivo, ante las miradas de respeto que le prodigaban todas las gallinas.
Allí, entre ellas, se encontraba mi mamá, en un agradable y acogedor gallinero que nos servía de sutil aposento.
Su prole era muy numerosa y todos estábamos felices menos, Justin (ese nombre si se lo pusimos nosotros) quien había nacido mudo y nos dimos cuenta, cuando ya creciditos, comenzamos a practicar los primeros quiquiriquíes y él, a pesar del notable esfuerzo, no lograba emitir ningún sonido y cuando fue examinado por el gallo curandero, éste diagnosticó la imposibilidad de pronunciar un solo pío.
Cuando Críspulo supo la terrible noticia, se afectó mucho y para que no se burlaran de él, nos lo apartó del grupo de hermanos juguetones y traviesos, que alardeábamos de nuestros potentes píos, cada vez que se nos cruzaba una pollita bonita.
Así crecimos y el pobre Justin también lo hizo, pero… llorando en silencio, cada vez que nos veía cantando y practicando, los primeros sonidos, propios de un elegante gallo.
A medida que pasaba el tiempo, Justin se volvía cada vez más solitario y su mal humor, no lo dejaba dormir.
Todos sus hermanos, incluyéndome, nos casamos e hicimos nuestras vidas.
Una tarde, pensando en como ayudarlo, se me ocurrió una idea y corrí para hacérsela saber. Le dije de los adelantos tecnológicos que estábamos viviendo y con astucia preparamos un plan. Le infundí confianza y lo animé diciéndole que compraríamos un pequeño grabador y que allí le imprimiría, los más variados quiquiriquíes que yo conocía y cada mañana, él se ubicaría en el sitio estratégico acordado, para obtener, esa brillante sensación del buen madrugador , que es la esencia que tienen todos los gallos para vivir.
Justin aceptó emocionado y a la mañana siguiente, iniciamos la primera prueba y resultó de maravilla porque, la primera pollita que escuchó aquella maravillosa voz, quedó prendada y se enamoró y cuando supo lo de su triste historia, se sintió más conmovida aún y le prometió que jamás lo abandonaría.
Se casaron y cada mañana, muy tempranito, ella se despierta y le ayuda a prepararse, para alegrar con su hermoso quiquiriquí, el jubiloso día que, con los brazos abiertos, le dá su bienvenida!
Y él, le devuelve a Dios, orgulloso y de cara al cielo, aquellas lágrimas que un día derramó, por nacer,… ¡Sin hacer un pío!
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