El costo

Llegué a última hora a mi casa. Aguantando el duro invierno. Para eso he trabajado todos estos años. Cuando abro la puerta sé que está vacía, sin embargo he olvidado quitar el estúpido llamador de ángeles que cuelga del ventilador de techo.
De pura impotencia gritó. La recuerdo.
De pura tristeza lloró. Y la veo.
De pura, pura nomás, permaneció colgada de su último sueño.
Yo no quise verla.
Desde entonces no grité ni lloré más.
Soy impuro y vivo arrastrándome en la Tierra.
Y a veces —cuando el mundo parece seguro— me pregunto cosas. Pero las olvido rápidamente.
(¿Qué me importas?, ¿qué significo?)
La verdad se encuentra más allá de nuestra mirada. La mentira es un modo de la vida y no de la muerte.
Suena el teléfono (identidad oculta) no pienso atender. En la radio se escucha el Himno a la alegría “...vive soñando el nuevo Sol, en que los hombres volverán a ser hermanos”. Se me cierra la garganta. Aguanto. Respiro. Respiro hondo.
Suena la pava. Me hago una infusión de manzanilla. Con el resto del agua lleno una bolsa de caucho para agua caliente. La pongo a los pies de mi cama. Tengo las patas frías y quiero entibiarlas como cuando estaba vivo.

© 2005 – José Eduardo Fouces