Me despertó el ruido de las moscas zumbando como un generador, gigantescas hordas habían invadido la casa. Corrí de habitación en habitación sólo para comprender que estaba sola, mi única compañía eran esos gordos cuerpos negros que me provocaban nauseas y desequilibraban mis nervios siguiéndome donde fuera, zumbando, incansables.
Intenté arrancar de ellas, pero la sola idea que alguien en la calle me viera con semejante sequito indeseable tras de mi me forzó a permanecer en casa. Nada podía hacer para impedir que continuaran llegando más. Las paredes, el techo y el piso estaban cubiertos ya por una movediza alfombra negra. Manoteé con desesperación para evitar que me ocurriera lo mismo, a punto de enloquecer a causa de ese zumbido infernal.
Sin otro lugar donde ir, recorrí nuevamente cada habitación, con un poco de atención pude notar que las invasoras se agrupaban en manchones (sobre la cama, en la ducha, la cocina, frente al televisor) concentrándose hasta tomar forma y volumen.
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No quedaba ni una sola mosca fuera de formación, las manchas se habían transformado en cinco cuerpos: tres femeninos y dos masculinos, cuatro adultos y un niño. Repartidos en los diferentes lugares de la casa: de rodillas en el baño, con la cabeza dentro de la tina; amarrado y encerrado en el refrigerador; tirado en la cama con medio cuerpo fuera de ella. Cinco en total, uno por cada miembro de mi familia, convertidos en una mancha movediza que zumbaba en mis oídos la palabra “asesina”.
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