Sobre la ciudad
Lima, ya las horas no te pisan los talones ni el tiempo amenaza tus días. Las sombras permanecen a la espera de la noche, al encuentro con la nada. Es Lima, indudablemente, no hay dos iguales. Y lo sé por ese olor muerto que se combina con la humedad infaltable, un olor inexplicable pero muy fuerte. Lima no es su clase alta, ni sus crecientes conos, no, Lima es solamente su núcleo, su Plaza Mayor, su inextricable Barrios Altos con sus infinitos callejones; su Plaza San Martín, su anémico Jirón de la Unión, sus bares, sus borrachos, sus mayúsculas noches, sus drogas, sus bitácoras, sus viejas historias costumbristas, sus tragedias, sus putas, sus esquinas, sus inocentes turistas, sus colectivos, sólo un instante; sus huelgas, sus expresiones, sus tórridos cines, sus eternos e inamovibles ambulantes, sus ladrones, sus miedos, sus rencores, su pasado, su presente; Lima es mucho más que un mal trazado tablero de ajedrez, mucho más que sus iglesias y sus dioses, incluso mucho más que sus habitantes; Lima es un pequeño mundillo dentro de una enorme burbuja de jabón negándose a avanzar en el tiempo. Esa es Lima, ninguna otra.
Ya estoy llegando, el taxi me conduce a cincuenta kilómetros por hora atravesando las angostas calles del centro, el chofer las conoce muy bien, casi como si él mismo las hubiera hilvanado en el pasado. Señor todos debemos conocer muy bien lo que nos pertenece, es lo único que poseemos. Las calles señor, las calles son nuestras, y eso nadie nos lo va a quitar. Tal vez aquél hombre tenga razón. Ese tipo panzón y oloroso que conducía despreocupadísimo el viejo Ford que me llevaba hacia las fauces del centro era en esencia un habitante más de Lima y por los años que llevaba a cuestas como sobreviviente se podría decir que lo que habla es cierto. Tal vez, pero no me detuve a pensar demasiado en sus palabras, las que oí mientras inspeccionaba cada esquina, cada rostro, cada movimiento de la ciudad con la minuciosidad de un lagarto al acecho de una eventual presa; miraba detenidamente como un maniquí tras la vitrina de alguna tienda por departamentos de esas que abundan a lo largo del Jirón de la Unión; miraba y podía sentir los ojos de la ciudad apuñalándome el rostro; miraba a los vagos en las esquinas y ellos me miraban, yo lo sabía. Observaba a los jóvenes ejecutivos que por las noches salen de sus diminutas oficinas rumbo a casa, dirigiéndose ingenuamente hacia los paraderos y los vagos como buitres hambrientos, al mismo tiempo que les brindan su ayuda, esperan el mínimo descuido para morderlos donde más les duele, o sea en su hinchado ego. Siempre hay que tener los ojos abiertos señor, Lima ya dejó de ser un lugar seguro, dijo el chofer a pocas cuadras de llegar a la plaza mayor. ¿Seguro? ¿Fue Lima alguna vez un lugar seguro? La sola idea me pareció irrisoria y hasta cierto punto demencial. En la esquina que viene bajo. Le dije al chofer panzón del viejo Ford mientras buscaba en mi bolsillo algunas monedas para pagarle por sus servicios.
La luz roja en el semáforo y el auto se detuvo inesperadamente centímetros antes de las líneas que delimitan el cruce peatonal. Péguese a la acera para poder bajar, por favor. El tipo giró con una maniobra complicada, el gran timón del taxi, las llantas se acercaron peligrosamente a la vereda. Aquí bajo, tome, cóbrese. Cerré la puerta con brusquedad, pero no de manera hostil. El taxi se detuvo en seco un metro más adelante, quizá menos, se abrió la puerta del coche, y el conductor panzón y oloroso descendió lentamente dirigiéndose hacia la puerta que segundos antes había cerrado de forma incorrecta. Tenía una pequeña hendidura en la parte inferior de la misma. El gordo se agachó más lento aún y observó el golpe, lo sintió con la yema de sus gordos dedos, lo sintió como un golpe directo al mentón, se puso de pie y giró la cabeza hacia mi. Su mirada lo decía todo. Me detuve en mi andar y pedí perdón sin sentirlo en realidad. Pero el daño ya estaba hecho. Quería avanzar y salir de ahí pero no se qué me detenía la marcha; los ojos dormidos del chofer denotaban paz, yo sabía que con un simple lo siento no iba a solucionar nada, el hombre con toda su inmensidad me volvió a mirar de lado a lado, negándome varias veces. Se dirigió a su auto despacito, despacito y, antes de entrar volvió a negarme una última vez. Nada saca golpeando puertas señor, la vida igual va ha seguir siendo dura si es que usted no hace nada para cambiarla. Prendió el auto, el motor gruñía fuerte y el tubo de escape despedía un negro humo, la luz cambio a verde y el panzón se retiro del lugar. Me quedé unos segundos más pensando en este nuevo pensamiento del chofer, que ya no me pareció tan risible ni mucho menos demencial.
Avancé dos cuadras del Jirón de la Unión, me detuve a unos metros de la plaza mayor, el semáforo estaba en verde pero los carros igual no paraban, solo quedaba esquivarlos. Al cruzar la pista me volví a detener, un extraño presentimiento me hizo revisar espontáneamente mis bolsillos, descubrí que me faltaban varias cosas personales; primero, del bolsillo de la chaqueta habían sustraído un sobre con algunas cartas que me habían enviado del extranjero, me faltaba mi encendedor de plata y mi cigarrera, donde guardaba cuatro cigarros; del bolsillo posterior de mi pantalón, me habían quitado para comenzar, el bolsillo, donde guardaba un monedero de cuero marrón, regalo de mi madre, con veinte soles en monedas de dos y de cinco. Y no fue hasta que un anciano canoso y blanquísimo me preguntó la hora, cuando me di con la sorpresa que se habían llevado también mi reloj suizo, recién sacado de su estuche. En tan solo dos cuadras, casi cien metros, me habían robado dinero, el tiempo, la correspondencia, y hasta el enojo. Sólo me quedaba reírme de aquel percance.
Pegunté la hora a una hermosa mujer de uniforme azul que con un movimiento delicado, casi mágico, recogió la manga del saco, observó con una rápida mirada su pequeño reloj dorado y me indicó la una de la tarde y media, finalizando la respuesta con una cándida sonrisa coqueta. La una de la tarde y media, pensé, y yo seguía en Lima centro, de la que tanto reniego y me enfermo, pero aún seguía ahí, con ella, abrazándola tiernamente, dándole una milésima oportunidad de estar a mi favor, ya que nuestra relación había sido siempre de amor-odio.
Era verdad, yo amaba Lima y tal vez, muy en el fondo, todavía la siga amando con esa fuerza de los primeros meses de una relación cualquiera, pero tantos golpes y nada de perdones, tanto contratiempo y nunca una sonrisa sincera; tantas trampas y siempre cayendo en ellas. Tal vez por esa razón, la del amor-odio, fue que esa tarde regresé por última vez donde ella, tan sólo para despedirme antes de partir al mundo real, regresé para dejar en claro que no habían resentimientos de ninguna clase, que con el tiempo y de tanto pensar y poner las cosas en claro, había terminado por perdonarla de todos sus desplantes y engreimientos. Y ese día sentí un aire fresco y pacífico surcándome los cabellos, y sentí el sol sobre mi frente quemando moderadamente, sentí paz, como si no hubiera nadie alrededor mío, como si toda la plaza me perteneciera solo a mi, y sentí que finalmente me había sonreído sinceramente, sentada en su enrome trono, por primera vez.
Dos de la tarde y veinte minutos, mi sombra se encendía más en el pavimento y el estómago me sonaba con una orquesta vernácula entonando alegres composiciones; me dirigí hacia algún restaurante donde ofrecieran menú criollo; después de todo no volvería a probar ciertos platos típicos con la misma sazón peruanísima de su gente. Entré a uno que estaba colmado de comensales, “el Pulpo” se llamaba y se especializaba en la preparación de comidas marinas, anunciando su palto principal, hoy, “pescado a lo macho”, y con lo que a mí me gustaba el pescado a lo macho, y con el hambre que traía en ese momento. Entré veloz, me apoderé de una mesa para dos, en la otra silla dejé mi maleta para luego con un movimiento de mano llamar a la mesera y darle mi orden. Quiero el especial del día, una botella de cerveza negra, y una porción de choros a la chalaca bien taipá y bien picante también, por favor. La dama me sonrió atentamente y dejó sobre la mesa el periódico de la mañana para que mi espera no sea tan aburrida. Abrí el diario por la mitad y un enorme culo me puso su peor cara. Era una vedette de poca monta y con mucho (y muy feo) que mostrar. “Mary atraca por cien cocos”, decía el titular, y el desarrollo de la noticia hablaba de otra cosa. Siempre ocurría lo mismo, el titular nunca tenía nada que ver con el contenido, pero eso era ya una costumbre en el periodismo nacional, no sólo en los periódicos amarillos, a veces también en los llamados serios pasaban estas cosas. “Teclo muere en pleno chuculún”, decía otro titular, “según bomberos murió con una gran sonrisa en los labios”, añadía, para redondear la idea. No me quedó más remedio que reírme disimuladamente. Nunca queda otra cosa más que hacer sino es cagarse de risa con estas noticias, y lo peor de todo era que el tipo que la había escrito, seguro cómodamente sentado en la sala de redacción de algún periódico, era un tipo gordo, borracho, incultísimo, grasoso, maloliente, mañoso, y hasta sin estudios completos en periodismo; le pagaban por escribir tremendas cojudeces, y seguro que le pagaban muy bien además.
Pero así es mi Perú, un país donde el tipo que canta las bolillas de la lotería por la televisión un cuarto de hora a la semana, le pagan más que a un profesor estatal que trabaja cuarenta y ocho horas a la semana, que a un médico estatal sin horario fijo después de sus diez años de arduos estudios; es increíble que un futbolista (si es que esta santa palabra existe en el Perú) cobre miles de dólares mensualmente entrenando cuatro horas diarias y teniendo veinte horas para libar con mujerzuelas, manejar sus carísimos autos, vivir la gran vida, y que ni siquiera consigan algún triunfo importante para los miles de hinchas que pagan sus entradas para verlos siempre empatar los partidos. Eso era increíble y a la vez enfermizo para un profesional sin trabajo en su patria. Ese era yo, y muchos que como yo ya no creían en nada ni en nadie en su propio país.
Y si pues, tal vez hable con el hígado y completamente resentido conmigo mismo por no haber aprovechado las pocas oportunidades que se me presentaron para trabajar en el Perú, pero también me pongo a pensar en mi situación; periodista titulado que no tiene trabajo como periodista, un profesional al que le ofrecen un puesto de obrero, sellando bolsas plásticas bajo las órdenes de un don nadie sin estudios superiores, que un buen día tuvo una visión, mucho de suerte y un buen “padrino”, y ahora se pudre en dinero, y aún así explota a sus trabajadores, pagándoles sueldos risibles por un trabajo de más de ocho horas, olvidando que él mismo alguna vez comenzó de la misma manera, de abajo; y es que aquí no se cumplen los derechos laborales señor, no existen, y uno no es un triste huevón sin educación. Me dije mientras llegaba la agraciada mesera con el azafate repleto de comida marina. El olor que despedía el pescado a lo macho era penetrante, tanto que me hizo olvidar los absurdos titulares del periódico matutino, pero aún me daba risa aquella noticia de la portada; “chibola ofrece su virginidad al mejor postor para pagar sus estudios”. Y pensar que por redactar esto ganan dinero...
El pescado estuvo memorable, tan bueno como lo preparan los pescadores del terminal de Chorrillos, casi tan perfecto como en el Callao; los choros a la chalaca no estuvieron tan buenos pero aun así estaban comestibles. La cerveza negra hizo el resto, actuando como un refrescante natural, un nivela presión después del pescadazo que me había comido. Dos mesas a la derecha, cerca de la puerta del baño, una mujer de aspecto extraño, de bellas facciones y largas piernas torneadas me miraba disimuladamente, o yo lo sentí así, y eso que traía lentes oscuros que le cubrían por completo los ojos. Le busqué los ojos pero no los hallé, baje la mirada hacia mi gran pescado y hacia esos ojitos redondos y blanquísimos, como los ojos del ciego aquel que mendigaba en la puerta de la iglesia De La Merced. Comía con paciencia cuando la mujer de la mesa cercana al baño se acercó a la mía dejando sobre ella, con un sutil juego de manos, una tarjeta con un número y un mensaje escrito; estoy en la habitación 309 del Hotel Maury. Llega después que termines de almorzar. Te espero. La bella damisela se retiro de restaurante seguramente hacia su habitación mientras que yo, como un felino hambriento, aceleré los tenedorzazos unos tras otro, mezclando la comida en mi boca con el amargo de la cerveza negra. Al terminar levanté la mano llamando a la mesera y esta, con esa mirada tan inmaculada, me trajo la cuenta: son quince soles, dijo y regalándome otra sonrisa dócil. Abrí la otra billetera, que no me la habían robado porque la tenía dentro del maletín, saqué un billete de cincuenta soles, lo deposité en la bandejilla roja donde estaba la boleta, cogí mi maletín de un tirón, me lo puse sobre el hombro, cogí un palo de dientes de un vaso de vidrio junto a dos caramelos de limón, y dejé el lugar rápidamente sin notar minutos más tarde que le había dejado una enorme propina a la meserita de la risita angelical.
Apresuré el paso atravesando los arcos de la plaza mayor, encendí un cigarro, lo que hizo que disminuyera los pasos como para no darle tanta importancia a la amante furtiva que me esperaba. Bajo uno de los arcos, un mendigo que pasaba el día sentado en el frío piso de baldosas blancas y negras, vestía con varios trajes harapientos y sucios de los que colgaban en desorden, varias botellas plásticas conteniendo extraños líquidos tan pestilentes como el mismo. Su rostro estaba arrugadísimo y sucio, sus ojos expresaban cierto grado de paz color celeste en el fondo de sus niñas, y sus cabellos y barbas escondían en sus raíces desaliñadas un tímido color dorado. Lo vi de cerca y me acerqué aún más, agachándome frente a él mientras fumaba. Saqué la cajetilla de cigarros de mi bolsillo y le ofrecí uno, lo aceptó, lo recibió con una sonrisa partida escondiendo la falta de dientes superiores y parte de los inferiores. Le acerqué la lumbre de un palito de fósforo, el viejo aspiró con fuerza, o por lo menos con la fuerza que le permitía su deplorable estado. Gracias buen hombre, dijo mientras soplaba una enorme bocanada de humo gris en señal de goce ante el recordado, y hoy en día, raro sabor del buen tabaco. El viejo no me quitaba la mirada de encima, era como si estuviese petrificado ante mi presencia, y yo lo seguía observando mientras mi cigarro se consumía cada vez más, analizando cada movimiento inesperado. Señor, dijo el viejo después de varios golpes al cigarro. No le sobraran algunas monedas que me regale. Hace días que no me alimento como que la gente. Lo miré con los ojos semiabiertos tratando de encontrar una razón para la presencia de aquel hombre de bien en las calles como un triste pordiosero, me pregunté dónde se encontraba su familia, si tenía hijos y mujer, dónde quedaron esas personas que alguna vez lo abrazaron ante un árbol de navidad y le dijeron te quiero, que sería de aquellos hijos que un domingo de junio lo levantaron temprano y con un abrazo le deseaban feliz día papá. Dónde estaría toda esa gente que alguna vez lo tenían presente en sus días y ahora no daban ni la menor señal de existencia en su actual vida.
Busqué en mi bolsillo alguna moneda, saqué la primera que atrapé, era de cinco soles y se la di al anciano; ahora tendría para un menú en el mercado central, un buen plato de frijoles y tal vez, hasta con su porción de seco de cabrito, (aunque tal vez no) y hasta un buen plato de caldo de gallina sin presa. Incluso le sobraría para unos cigarros que fumar en la fría noche y para dos o tres panes. El viejo cogió la moneda con lágrimas estancadas en los ojos, volvió la cabeza hacia mi rostro y aquella mirada me dijo todo, no hacia falta agradecerme nada, estaba complacido, y pensé que en todos estos años en el Perú, jamás había recibido una mirada tan pura, tan sincera como la del mendigo, y justo en mis últimas horas en la ciudad la recibí como para compensar tantos años viviendo en esta sociedad gobernada por la hipocresía. La recibí satisfecho y ya no tan resentido con ella, que a final de cuentas me vio nacer y seguramente también me verá morir. Me puse de pie, arrojé el pito del cigarro contra el suelo, luego lo pisé con la punta de la bota, y me despedí del anciano con un golpe fraternal en el hombro. Seguí mi camino pero ahora más tranquilo, directamente hacia el hotel donde me esperaba aquella mujer tan extraña del restaurante.
“Encuentros hotel”, leí sobre la puerta de ingreso donde un luminoso letrero decorado con luces de neón púrpuras se prendían y apagaban oscilantes. Hacia el lado derecho de la puerta del hotel, dos prostitutas gordas, feísimas y bastante mayores formaban parte del paisaje habitual del hostal. Un tipo conversaba con una ellas, pidiéndole tal vez, alguna rebaja en su tarifa. Un viejo vendedor ambulante era testigo de la conversación pero no se impresionó (no como yo) al oír lo que la tarifa de la meretriz incluía, tal vez era que el hombre estaba acostumbrado a oír ese tipo de conversaciones, o tal vez era cierto lo que aquel rótulo que le colgaba del cuello explicaba, y en realidad el viejo ambulante estaba sordo de verdad. Ahora no sabía nada y dudaba de todo y de todos. Le compré dos caramelos mentolados para disuadir mi aliento a nicotina y me dispuse a entrar al hotel. Una vez dentro, un hombre sentado, silencioso y semidormido hacia las veces de portero del local. Buenas tardes, saludé cortésmente sin recibir respuesta alguna, sino más bien un guiño o un gesto con las cejas indescifrable. Tengo una cita con alguien en el cuarto 309, le dije al portero que sin sobreponerse de su silla y sin mencionar palabra alguna, me señaló las escaleras sin siquiera mirarlas, para después sumirse nuevamente en su eterno descanso. Gracias, le dije para terminar la solitaria conversación, sin oír respuesta alguna de aquel señor tan callado como un muerto, como un alma.
Tercer piso, habitación 307, 308... 309; un colgador de ropa en la perilla debía ser la señal, por el filo inferior de la puerta, la luz tenue del foco se escapaba y el sonido suave de la televisión me indicó que estaba ahí adentro. Giré la perilla y efectivamente la televisión estaba encendida y la lámpara de techo ídem, pero no había nadie sobre la cama. Un par de zapatos negros de tacón alto me indicaron la presencia de alguien, de una mujer, de mi amante ocasional. El lejano sonido de un chorro de agua proveniente del cuarto de baño me despejó la duda, ella estaba dándose un duchazo previo a nuestro encuentro. Espérame en la cama, dijo la voz femenina del baño mientras desaparecía el sonido del chorrito de agua cayendo. Sobre la mesita de noche hay vino y un par de copas, sírvete un trago que ya casi termino; dijo aquella voz tan agradable oculta tras la puerta blanca. Me tendí sobre la cama, cogí el control remoto y cambié al canal privado, me serví una copa de vino la cual acabé de un sorbo largo y profundo, encendí un cigarrillo mientras que en la Televisión una mujer de raza negra complacía hasta el éxtasis a dos tipos caucásicos seguramente noveles en el mundo de la pornografía. Me serví una segunda copa mientras esperaba que desocupara el baño, prendí otro cigarro de espera cuando, entre una bocanada larga y espesa, un sorbo más bien corto del tinto y el fin prematuro de uno de los actores de la televisión, la puerta del baño se abrió completamente dejando escapar el vapor de agua, escondiendo una silueta femenina, grácil, hermosa, cubierta tan solo por una toalla blanca no tan larga, escondiendo las parte que más tarde no tendría ningún sentido ocultar; sus cabellos caían sobre sus hombros, algunas gotas de agua que nacían en su frente, terminaban viajando por el universo de sus piernas hasta dar suavemente contra el alfombrado suelo de la habitación.
La observé metódicamente como si se tratara de un complicado sistema electrónico de seducción, mientras acababa la copa de vino y le daba los últimos golpes al cigarro. Era hermosa, me sentía como atrapado por su presencia desnuda en el cuarto, me inmovilizaba la sensación de su cuerpo tan cercano al mío y por ese olor después de un baño caliente. Dejé de fumar cuando la toalla cayó repentinamente sobre la alfombra como acto final de seducción. En la pantalla, la morena le daba muerte, por así decirlo, al otro actor de turno, dejándolos en ridículo frente a todas las parejas que en ese momento se encontraban en los muchísimos cuartos de hotel de la gran ciudad. Mi amante se recostó a mi lado lo más desnuda y húmedamente posible; serví dos copas después de apagar la película barata de la televisión y brindamos, sin decir palabra alguna, por nosotros.
Dejamos las copas caer hacia la gruesa alfombra beige que cubría la habitación de pared a pared, luego mi mano buscó temblorosa la redondez juvenil de sus senos. Ella me observaba calmada, complacida diría yo, sin pecar de pretencioso, sonriendo con cada movimiento mío. Nuestros labios se buscaron por primera vez y se hallaron en tierna conjunción; el beso fue largo y caliente, su lengua larga y áspera penetraba mi boca hasta el punto de asfixiarme, mis manos no abandonaban sus pechos mientras nos seguíamos besando ciegamente. Minutos más tarde la vista empezó a pesarme y las manos también, se me complicaba abrir los ojos y empecé a sentir adormecido el cuerpo. Ella me recostó sobre la cama delicadamente y me cubrió la mitad del cuerpo con las floridas y espantosas sábanas de hotel. Todo estuvo calculado desde el principio, desde aquel encuentro nada casual en el restaurante donde me sedujo, me citó al hotel, me enseñó las artes de la seducción con movimientos suaves y vapor de agua y toda la parafernalia posible, y finalmente, me había drogado, y yo caí de la forma más inocente.
Esto último lo deduje después de cinco horas de largo sueño, cuando mi instinto de responsabilidad me levantó 2 horas antes de mi vuelo. Sobre el alfombrado sólo quedaban mis pantalones y una camiseta. Me había robado todo, lo cual no me pareció lo peor del asunto, sino el porqué le había dado tanta confianza a una persona extraña, cosa que nunca hice en mis días. Me vestí con lo poco que me quedaba, ya no tenía zapatos ni medias, y del portafolio solo quedaba el recuerdo, al igual que el recuerdo de mi bolsa de viajes. En la estancia del hotel, justo antes de la salida, el tipo raro que hacia las veces de portero seguía sentado, de lo más tranquilo y despreocupado, inmutable sobre su silla de dormir. Al verme salir confundido, atinó a decir que esas cosas suelen suceder, sobre todo en este tipo de lugares, asentí la cabeza dándole la razón.
Tomé un taxi , el cual pagaría en casa. Era viejo y temblaba con cada vuelta de sus gastadas llantas, el tipo que lo conducía no dijo una palabra en todo el recorrido hasta llegar a casa, cuando me pidió que le pague. Durante el trayecto, apoyé mi cabeza contra el vidrio trasero y observé, sabiendo que sería la última vez que vería esta ciudad, mi ciudad, con los ojos llenos de melancolía. Y ahí estaba ella, tan despreocupada y cínica, siempre silenciosa, siempre sentada en su gran trono de pan de oro, siempre observando, fumándose el tiempo sin nada que hacer. Esa era la ciudad que aprendí a querer y a odiar a la vez, era la ciudad que tantas veces me había golpeado sin motivo alguno. Pero esa era nuestra relación, extraña como ninguna pero al fin y a cabo nuestra y de nadie más. Aquella noche en el aeropuerto mientras esperaba la orden de abordaje por el altoparlante, pensé por última vez en ella, ambos sabíamos que esa noche sería la última en muchísimos años, pero también sabíamos que esa era la mejor decisión que pudimos tomar.
Hoy, un jueves tan común y pálido de Lima, acabo de llegar de un largo viaje buscando lo que ella me había negado por tantos años, y que encontré en una patria tan desconocida para mi como yo para ella; era como iniciar un nuevo romance después de la amarga relación que había sostenido contigo, años de decepción me hizo más difícil la idea de olvidarte, pero nada dura eternamente, ambos sabemos que el tiempo se encarga de borrar los malos recuerdos en los años de exilio, dejando en la memoria tan solo aquellas pequeñas cosas que uno nunca quiere dejar de recordar. Hoy, un jueves de otoño después de casi dieciocho años, puedo decir que nada has cambiado, que sigues con aquella misma sonrisa dibujada en el rostro, esa sonrisa hecha para complacer a todos por igual, bosquejada por las manos sutiles de la derrota para engatusar a tus habitantes más novelescos como lo fui yo. Ahora puedo decir de la manera más sincera posible que uno nunca puede olvidarte, que a pesar de todo nunca dejé de pensar en ti ni una sola noche de las muchísimas noches europeas que pasé, y recién puedo afirmar que a ti se te quiere, realmente se te quiere; pensé mientras te miraba con los ojos llenos de nostalgia y, si, a Lima se le quiere, pero como dicen por sus callejones, de lejitos nomás.
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