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La puerta azul


Inconscientemente, Eduardo dejó de llorar mientras se perdía en el confuso laberinto que se había formado en la mente. Las horas pasaban lento dentro del complicado laberinto, había dejado atrás sus penas presentes para involucrarse en una extraña búsqueda, una sucesión de imágenes habían logrado captar toda su atención por algunos segundos, luego por unos minutos hasta apoderarse de todas sus horas. Con el día al extremo pausado, el sepelio se había iniciado muy temprano por la mañana; casi a las nueve de la mañana. El velatorio lucía atiborrado de trajes oscuros y de lágrimas que rodaban azoradas por las mejillas de los presentes. La abuela había fallecido durante la madrugada a causa de una penosa y prolongada enfermedad, el dolor ante la pérdida había logrado hundirlo dentro de un gran pozo lleno de melancolías y recuerdos, su rostro tenía un marcado tono gris y su mirada se mantenía fija apuntando hacia el vacío. De sus ojos no brotaban lágrimas como en las demás personas pero el dolor se notaba en su mirada profunda, en ese gesto moribundo. Permanecía sentado en una esquina, consumiendo un cigarrillo tras otro, nadie se atrevía a acercársele ni a darle el pésame. Su semblante era el semblante vivo de la tristeza, no pronunciaba palabra alguna pero su mirada lo decía todo; había perdido a la persona más importante en su corta vida después de su madre.
El viejo reloj del velatorio marcaba las dos de la tarde. El sol se apagaba poco a poco y la lluvia que había comenzado muy temprano estaba llegando a su fin. La carroza fúnebre iba a partir rumbo al cementerio a las tres de la tarde. Un hombre alto y apaciguado, vestido con un traje gris, se acercó a Doña Inés para informar que la caravana partiría a la hora señalada. Eduardo se encontraba aún en el piso, sentado, fumándose su angustia, escuchó lo que aquel señor le decía a su madre, pero no le prestó demasiada importancia, su mente se mantenía lejos del lugar incluso cuando su cuerpo yacía encogido en una esquina del salón y a la vista de todos sus familiares y amigos.

Cerca de las tres de la tarde poco antes de que la interminable fila de automóviles partiera hacia el cementerio, Eduardo se puso de pie y se dirigió cabizbajo al baño. Las miradas lo acompañaban pero él no les prestaba atención. Había logrado vaciar el lugar por completo, y al salir del baño, luego de mojarse el rostro muchas veces y con abundante agua fría, la gran habitación se presentaba completa y extrañamente desolada. Ante aquella imagen desértica, se frotó los ojos una y otra vez pero el lugar aún seguía vacío. Al verse completamente solo en el amplio salón, optó por dirigirse hacía el espacio que la funeraria había preparado para el ataúd. El ambiente estaba abarrotado de coronas, lágrimas y cruces florales con sus tarjetas de pésame, que en conjunto formaban un enmarañado laberinto colorido y de agradable aroma. Buscó en el ataúd de la abuela pero no halló nada, buscó por toda la habitación circulando una y otra vez por aquel florido laberinto, pero aun así no hallo nada de ataúd ni nada de nada, salvo una pequeña puerta azul en la pared de aproximadamente un metro de alto, la miró fijamente mientras el humo del último cigarro se mezclaba con el suave aroma de los geranios. Se despojó del saco y de la corbata, apoyó las rodillas en el piso y se dispuso a abrir la pequeña puertita, pero antes volvió la vista hacia el salón un vez más y vio que las flores cubrían todo el espacio de la estancia impidiendo una buena visibilidad, centró su mirada nuevamente en la puerta por unos instantes antes de abrirla y desaparecer de aquella inextricable maraña de naturaleza.
Al otro lado del velatorio, vio un inmenso salón blanco que le hizo recordar a una de esas grandes salas del Hospital Central donde su abuela había pasado sus últimos días en esta vida. Caminó por el largo pasadizo unos cuantos metros atravesando puertas laterales cerradas y pintadas enteramente de blanco, hasta dar con la única puerta abierta ubicada al lado izquierdo del pasillo, lo que supuso era la oficina de recepción. Apoyó ambos codos sobre una barra que lo separaba de las computadoras, avistó un timbre plateado reluciente, observó un folio lleno de hojas de visita inexplicablemente vacías, pensó por un instante ignorar la presencia del timbre pero luego de unos segundos de férrea resistencia, presionó el botón.
El sonido lacónico se oyó sólo una vez, Eduardo esperó por una respuesta, al cabo de dos minutos una señora menuda y de contextura gruesa salió por una puerta colindante a la oficina. Vestía una bata completamente blanca. Una ventana circular dejaba pasar la luz del sol que desembocaba intencionalmente sobre una maceta con pomposos jazmines. El brillo lo cegó por un corto tiempo, la señora sin pronunciar palabra alguna lo invitó a pasar a la habitación 205, haciendo un ademán con la vieja mano cubierta de tela blanca apuntando en esa dirección. Al instante, su mirada apuntó firme hacia los dorados números de la puerta, su mano giró la perilla en sentido antihorario y la puerta se abrió, dejando escapar los rayos de sol que se mantenían atrapados en el cuarto.
Dentro de la habitación había una mesa de noche metálica, un parante para colocar el suero, y una gran cama ortopédica tendida con sábanas blancas. No había nadie ocupándola pero las arrugas recientes en la almohada indicaban todo lo contrario. Hacia la derecha de la cama se hallaba otra puerta, la cual se encontraba semiabierta. Caminó lentamente hacia ella y la empujó hasta abrirla completamente. Al ver la recámara sintió que lo invadía la inconfundible sensación de soledad. Se dirigió hacia la esquina izquierda donde unas cortinas cubrían lo que se suponía era la tina, se acercó hasta la cortina y la jaló violentamente, encontrando la tina llena de agua pero sin nadie dentro. Se quedó observando el transparente mar cercado por muros de porcelana blanca cuando sintió la presencia de alguien al otro lado de la recámara, pensó que tal vez se trataría de la viejita con la bata blanca, pensó en mil cosas mientras el agua chorreaba por los lados de la tina cayendo contra el felpudo sobre el piso inmaculado del baño de hospital. Volvió nuevamente al cuarto con la idea de salir de allí de una vez, pero volvió a sentir esa misteriosa presencia sobre la cama, temeroso, volvió los ojos hacia las sábanas pero no halló a nadie, sólo las viejas arrugas de la almohada y el cubrecama sutilmente desordenado.

El reloj marcaba las dos y cincuenta de la tarde cuando Eduardo cerró la puerta de la habitación, una brisa melancólica lo envolvió al mirar por última vez la cama vacía, pero a la vez se encontraba mucho más calmado que antes. Se dirigió hacia la pequeña puerta azul atravesando el gran pasadizo blanco, pensando en aquella experiencia en el cuarto 205, pensó que su mente y el cansancio le habían jugado una broma cruel. Al pasar por la oficina de recepción no vio a la señora de la bata blanca, así que siguió de largo y no volvió a dar marcha atrás.
Después de recorrer al largo pasillo, avistó la pequeña puerta azul empotrada en la pared, la cruzó. El reloj marcaba las dos y cincuenta y ocho de la tarde cuando cerró la puertita y al ponerse de pie se halló nuevamente en el velatorio, parado sobre la esquina donde fumaba impasible justo frente al ataúd cerrado de la abuela un trabajador de la funeraria que al verlo confundido y triste le preguntó si querría despedirse de su abuela por última vez. Eduardo asintió tímidamente con la cabeza. El encargado quitó la cinta púrpura y abrió la puerta superior del ataúd, para luego dejarlo a solas. Se acercó poco a poco hacia el vidrio que separaba a su abuela del mundo y al verla así, lloró por última vez.
Algunas lágrimas golpearon el vidrio sobre el rostro quieto de la abuela, quien lucía maquillada sutilmente con maquillaje en tonos pastel y vestía un hermoso traje de cuerpo entero, íntegramente blanco. El reloj marcaba las tres de la tarde cuando el ataúd se cerró por última vez.

Texto agregado el 21-06-2005, y leído por 165 visitantes. (0 votos)


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