Agua, limpia y cristalina como una verdad fundamental. Nutriente sendero de cristales quebradizos que arrastra injurias, rostros y promesas. ¿A dónde acuden tus espejos? ¿Acaso a ese mar lloroso que atrapa una a una las lágrimas de los impíos, o sólo se funden en leves algodones lechosos que trepan frágiles por el firmamento para luego derramarse en sutil caricia sobre nuestros rostros asolados?
En tu inventario de recodos, estuarios, playas y lechos permisivos, surgen tus contradicciones, a menudo te encabritas y abandonas el sendero. Entonces, tus imágenes quebradas se retuercen, se arremolinan y se hermanan en un estruendoso torrente y tú, que eres evocadora simiente, te encaprichas en ser mausoleo.
Más tarde, dudas, te acojinas y regresas con tus luctuosos espejos a tu senda de serpientes dejando tras tuyo un lecho barroso de duelos.
Te contaré un drama, no uno, varios, no varios, todos. El destino de los mortales también es sinuoso como el tuyo, necesitamos compuertas como tú y riberas que delimiten nuestro cauce, nuestro contenido no es acuoso, nos alimentamos de egos, de voces, de días hilados uno tras otro para formar una estela huidiza que llamamos tiempo, creemos saber cual es nuestro puerto y acaso por ello, mentimos a los otros y nos mentimos a nosotros mismos, acaso por ello, traicionamos y nos traicionan, acaso por ello, lloramos y entonces, tú te escapas de nuestros ojos para consolarnos, para susurrarnos que es cierto, que existe un puerto y que este es circular, el tuyo se denomina reencuentro y el nuestro se llama tierra, madre, seno, fruto, eternidad.
En ese amor de imposibles, amantes heridos han acudido a tu encuentro y se han sumado a tu nido espumoso, ahora invocan un regreso y te claman con voces de peces y se retuercen como algas maliciosas, pero, al cabo, se resignan y se diluyen contigo en ese viaje rumoroso.
Agua, límpida como la mirada de una criatura, te contengo en este vaso que es como una verdad a medias, nadie escapa de su cauce y tú y yo, bien lo sabemos…
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