Yo, cuando sea grande, quiero ser un Kami Kaze, igual que mi papá- dijo el pequeño de ojos rasgados mientras escudriñaba el cielo en busca del ligero avión de su padre, que no bien despegó se perdió en esa inmensidad celeste-vainilla, como una pajarita de papel.
La madre le miró con sorpresa por sobre el blanco velo funeral que cubría su rostro. Se mordió los labios donde aún permanecía fresco el último beso de su esposo y no pudiendo reprimir la rabia, abofeteó el rostro infantil, una, dos, tres veces. El niño la miró con las mejillas rojas y los ojos llenos de lágrimas. Entonces presa del llanto ella lo apretó contra su pecho, sin importarle romper con su frenesí la caja de recuerdos de su marido que habría de enterrar cuando le diesen la noticia de su caída.
Ahogando los sollozos en los hombros del niño miró el cielo, ese mismo monstruo celeste que se había llevado a su amor, y con los dientes apretados le rogó al Dios del Viento que convirtiera a su hijo en un idiota, que a su mente nunca dejara crecer y que nunca, pero nunca le dejase aprender a volar.