La sintió justo antes de darse vuelta para verla. Allá, al final de la vereda, Ella se bajó del auto, con el suave crujir de su vestido veraniego de fina seda.
Barbie la veía acercarse como si de un espejismo se tratara, aunque pensó que, en realidad, nunca había sido más que eso. ¿Cómo explicar si no las horas que había pasado sola, olvidada en su habitación? ¿Cómo comprender las innumerables palabras que dejó suspendidas en el aire, cuando era dolorosamente obvio que nadie la escuchaba? ¿Cómo soportar las fiebres, los dolores de panza, los rasguños, cuando no había nadie para atenderla?
Barbie la veía caminar hacia allí, y un momento después vio también a un hombre detrás de Ella. Otro. Pensó que durante las próximas semanas no podría mirar mucha tele, porque Ese se lo prohibiría. ¿Y quien era Ese para hacerlo?
Barbie los veía venir, e inconscientemente se apretó contra la pared de la casa. ¿Por qué sonreían? ¿Acaso eran felices? Barbie no pudo menos que envidiarlos, porque no era feliz, porque la hacían muy desdichada.
Ya casi estaban junto a ella. Habían ido de compras, los enormes paquetes y bolsas los delataban. Barbie presintió los regalos que Ella le haría. La llenaría de todo lo que no quería y nunca le concedería su atención, el único regalo que anhelaba. Sus cuidados y su Presencia eran para Ese, el que venía con Ella. Barbie la odió, clavó sus ojos gélidos en Ella y la odió profundamente.
Primero llegó el saludo risueño, seguido de un sonoro beso en la mejilla, a lo que Barbie respondió, seria y fría: “Hola, mamá”.