Armaba volutas esperpénticas con el humo del cigarro. ¿Quién lo iba a querer así? Su rostro era un zafiro afectado. Se iluminaba en cada inhalación y palidecía en cada exhalación. Ojos verdes que se tornaban más verdes. Azules. Cenicientos. Y se apagaban con la última bocanada. Yo admiraba el prisma de su mirada al sumergirse en ese sahumerio voluntario. Sus gestos laxos. Su sonrisa benévola. Su postura huérfana. Por eso lo dejaba acodarse en mi regazo. Sin amonestarlo, sin cuestionarle nada. Su silencio equivalía a mil respuestas. A mil llantos. A mil alegrías. Yo reposaba en ese silencio, admirando el prisma de su mirada. Y le daba fuego después de cada bocanada postrera, con más desesperación que su propio desenfreno. La fumata era la única señal de paz, de comunión, para nuestros espíritus enclaustrados en no sé que abadía del deseo. Él iniciaba el recorrido y yo sentía que debía escoltarlo, a un mundo de distancia –pues, ¿cuánta distancia había entre la cordura y el eufemismo de aquella?–. Lo seguía, apurando el paso. Sintiendo, a veces, que lo perdía. Cuando mi extraña lucidez convergía con la suya, más extraña aún. Lo sabía párvulo, desprotegido. Queriendo asirse a un trozo de realidad casi ajena. Y de nuevo el cigarro en los rescoldos de su ansiedad y la mía. La noche en vela. El libro abierto. El corazón clausurado. Yo vigilando cada uno de sus respiros. Extrañándolo a pesar de su presencia. Él observándome. Sonriendo. Callando. Palideciendo, iluminándose. Pero, cuando alcanzaba la libertad yo me descomponía en sus fauces: Se erguía más bello que nunca y el prisma de su mirada adquiría destellos despectivos. Entonces me carcomía el deseo de traerlo nuevamente hasta mí. En silencio. Enajenado. Grácil. Doliente. Y no me quedaba otra opción que darle más lumbre a sus pensamientos evasivos para disfrutar de esas volutas esperpénticas que eran martirio y consuelo.