Los goznes de la pesada puerta de roble chirriaron penosamente, quebrando el silencio reinante. Esa misma pasividad, entonces rota, había permanecido en cada rincón de la enorme casona por más de 30 años. Sin embargo, aquel hombre maduro que cruzó el umbral tenía mejores cosas que hacer que quedarse y escuchar el silencio. Quizás porque en su cabeza no lo había.
Lentamente, cruzó la sala. Había un penetrante olor a humedad, a moho. Dondequiera que pisaba había trozos de yeso, desprendidos del cielorraso; objetos tirados, baldosones rotos.
Hacía tanto tiempo que nadie entraba en ese lugar…
El hombre, de no más de 50 años, intentó poner en orden sus pensamientos antes de seguir adelante. Miles de voces, súplicas, gritos, resonaban en sus oídos; ojos con miradas de espanto era lo único que veía donde sea posaba su propia vista.
Se dejó caer de rodillas. Cerró los ojos. Ahora podía ver con claridad a un jóven en aquella misma sala, pero no estaba solo, o tal vez sí. A su alrededor no habían trozos de yeso, sino despojos humanos, tres cuerpos despiadadamente privados de vida, y nadie podía haberlo hecho más que él, el hijo menor de esa familia muerta, el retrasado, el rechazado, el único con sus manos cubiertas de sangre.
Abrió los ojos, sacó algo de su bolsillo. Afuera habían vestigios de un día soleado y una bandada, con sus graznidos ahogó el ruido del disparo. Un cuerpo más en la casa y apenas un susurro se oyó en el corredor. Sin gritos esta vez. Nada.
Ni siquiera silencio, pues nadie había allí para oírlo.
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