Habíamos quedado a las cinco en la estación de trenes. El excesivo nerviosismo y mi usual reticencia a llegar tarde, hicieron que apareciera por la estación un cuarto de hora antes de lo acordado. La fortuna, con su usual sonrisa, quiso que hubieran unos conocidos en la puerta de la estación. Ello supuso un cambio repentino en mis pasos, y di una pequeña vuelta a la manzana para hacer tiempo. La fortuna no satisfecha con mi inicial sobresalto, puso a otra conocida en mi camino improvisado; un par de palabras y un adiós fue suficiente. De vuelta a la estación allí seguían los conocidos, pero con un rápido saludo a unos y pasando a espaldas de otros, me metí en la estación y me relocalicé en una de las puertas laterales de la entrada. Allí, cobijado de interlocutores inoportunos, la esperaría.
Apareció buscándome con la mirada. Era agradable ver sus ojos azules sobrevolando por todos los rostros en busca de uno, del mío. Iba veraniega: una camiseta de tirantes clara, una falda vaquera y una sandalias blancas. Su pelo rubio caía sobre sus hombros desnudos, y cuando giró la cabeza al oírme decir su nombre, se deslizó hasta caer tras su espalda. Me sonrió, me acerqué y empezamos a caminar juntos. No miré atrás, intuía que nos miraban.
Comenzamos a caminar preguntándonos que tal el día. Ella venía de dar una vuelta y tomar un café con una amiga suya, una agradable tarde de vacaciones. Yo venía de la biblioteca, había estado estudiando ya que al día siguiente tenía un examen a las nueve de la mañana. Ella sonrió como queriendo decir “no deberías estar aquí, pero me alegro de que estés”. Caminamos sin ningún destino concreto, hablando de cosas triviales, de la vida de estudiante de intercambio, de su vida caduca. De todas las cosas que íbamos a dejar aquí. Con una sonrisa de pena aceptábamos que esta vida se acababa para todos, y que era algo fuera de lo normal, que nuestra vida era otra.
Después de caminar un rato y volver cerca de la estación, le propuse sentarnos sobre un muro enfrente del teatro. Hablamos de nuestros países, en qué se parecían y en qué se diferenciaban. En algún intento de pasarme por malvado gracioso, le reprochaba su falta de historia antes del siglo XIV, que en la época del gran imperio romano mientras nosotros nos deleitábamos con las maravillas de la ciencia y la filosofía ellos iban con cascos de cuernos pegándose con piedras y troncos. Esbozo una sonrisa confiada y me dijo que estaba muy feo el enorgullecerse de haber pertenecido a una cultura que se elevó gracias a los esclavos. Touché. En un intento de victimismo vencedor, le dije que al fin y al cabo mi país no es que me gustara especialmente, pensaba vivir en otros. Con una mirada complaciente, dijo que cada país tenía sus características.
No contento con mi asalto a su estabilidad argumental, le dije que Bruselas no me gustó demasiado. Frunció el ceño, y me dijo que era una ciudad muy cosmopolita, y muy urbana. Le contesté que bueno, la Grand Place estaba bien, y además que me gustaron más las ciudades pequeñas. Su gesto cambió y me preguntó en cuales había estado. Gante y Brujas. ¿Cuál te gustó más?. No me acuerdo, una que tenía un canal y todo el mundo iba en bicicleta. Me dijo que eso sería Gante, que se alegraba, todo el mundo prefería Brujas, pero Gante era más bonita; ella vivía en Gante. No me atreví a contradecirle y con una risa burlona le dije que eso sería.
Seguían avanzando los minutos, y me dijo de ir a comer algo. Le dije que no tenía hambre, que para un latino como yo las siete de la tarde no era hora de cenar. Concluyó que lo mejor sería una solución intermedia, un café. Así que fuimos a una cafetería. Allí hablamos de política, de economía, de nuestras carreras. Se interesaba por lo que le contaba sobre un sistema de pensiones mixto, decía que le interesaba mucho el tema. Pasado un rato de charla política, miró el reloj y con una mirada de circunstancia, me dijo que había quedado a las ocho con una amiga para despedirse. Y eran ya las ocho, que quería quedarse conmigo, pero tenía que irse. Asentí con resignación implícita. Salimos de la cafetería y le acompañe hasta su bici. Cuando empezamos a caminar me miró de soslayo y me dijo: ojalá hubiésemos quedado antes a tomar un café. Yo le dije que también lo había deseado mientras pensaba en todas esas veces que había pensado en quedar con ella, pero no veía que me respondiera aunque sabía que le gustaba, luego vino otra con la que estuve un mes perdiendo el tiempo. Sí, ojalá. Sonriendo tristemente me dijo, como dice una amiga: arrepentirse siempre es demasiado tarde. Yo repetí casi sin querer, demasiado tarde. Llegamos, nos dimos un abrazo largo y fuerte, me miró y me dijo espero que vengas a verme. Nos dimos otros abrazo, con mi mano le cogía la cabeza suavemente como queriendo unir su pómulo a mi hombro. Le dije que sí, que algún día iría. Se subió a la bici y se fue, no miró atrás. Yo me senté a esperar al autobús. Arrepentirse siempre es demasiado tarde, y no sabía si la iba a volver a ver. Demasiado tarde, y ella se iba al día siguiente de vuelta a su país. En alguna película el protagonista hubiese ido corriendo tras la bici o al día siguiente a buscarla en alguna parte. Pero yo me quedé en el banco del autobús, con la mirada clavada en el otro lado de la calle. Demasiado tarde.
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