No sé cuánto tiempo pasé en vela en aquella posición, casi de sonámbula, mientras miraba el exterior desde una estancia a oscuras, que sólo iluminaban los últimos chisporroteos en la chimenea.
Serían las cuatro de la madrugada. A lo lejos un gato cantaba, miméticamente, una sonata nocturna para gatos tristes y solitarios.
La luna se había escondido hacía tiempo y había dejado tras su huída una sombra delicada de ausencia. No me cansaba de mirar hacia la nada. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y bailoteaban de un sitio a otro, a las afueras, como esperando una llamada, una señal, quizás un fogonazo de estrellas que moribundo marchara hacia alguna parte.
No podía dormir. Me surcaba el desasosiego. Hacía mucho tiempo que no sentía el cariz de la ansiedad clavándome sus uñas como garfios venenosos.
Además mis ansiedades tenían mucho de utopías. Había mucho de adivinanza entre sentir miedo, pena, asombro, o cualquier otro rictus navegando por el inconsciente.
De repente, sonó el teléfono móvil y el corazón pareció galopar a grandes zancadas.
_¿Si?...
Pero alguien colgó al otro lado. Tampoco figuraba el número.
_"Alguien como yo trasnocha. Y se ha equivocado de número".
El gato, a lo lejos, cesó de canturrear. Su ausencia definitiva amansó mi frío. Noté el vacío de las horas.
Me acosté. Cerré los ojos y sin saber cuándo, me quedé dormida, envuelta en una calidez desacostumbrada.
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