Todo giraba entorno a las horas. Su lento parpadeo, el tic tac del reloj enmohecido, la gente transcurriendo detrás de la ventana junto al eco de sus miedos. Fuera, las luces de la calle habían declinado en lo profundo de sus ojos, tratando de fugarse del invierno. Como un pasajero de los días se detuvo en ella para refugiarse de la soledad, en su vestido de domingo inquieto por el viento y sus brazos agitados hacia el mundo. Mientras, su sonrisa se instalaba dentro de la piel, en esa silueta femenina armada bajo el formato de sus manos. La tarde volvía a renacer tras el ventanal de esa ilusión, a tornarse lentamente en un sin fin de sensaciones diurnas que perduraban en el correr del tiempo. Nuevamente volvió a mirarla, a la vez que se perdía en un sueño placentero, detrás ella sonreía con su cabello ensortijado de deseos. Las horas no le daban tregua, contestó con un gesto insinuante, mientras la veía venir. Entonces su piel se estremeció detrás de las cortinas en un acelerado palpitar, acalorado, perceptible, mientras las agujas volvían a dar las cinco. Sólo unos pequeños pasos se escucharon desde el portal, antes que manipulara nuevamente la cuerda del reloj, para detener el tiempo en la mirada de su amante.
Ana Cecilia.
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