Las cortinas se mecían con suavidad, al ritmo de la brisa marina, la ventana entre abierta recibe el viento que inunda la casa de suntuosos aromas del mar abierto. Bajo un mosquitero una pareja hace el amor, cuerpo a cuerpo, se rasgan la espalda y las piernas, se muerden los labios, se lamen el pecho, la cara, el cuello, el sexo... No hay lugar exento de ser tocado, besado, lamido.

Sus piernas enredadas, sus sexos rozándose, las gotas de sudor bañando las sábanas blancas. Gemidos en falsete, moderato y allegro. Besos, caricias, silencio. Orgasmos que te dejan sin conciencia, en un placentero limbo.

En una esquina, en total oscuridad, se escuchan los gemidos de un hombre. La pareja que ahora está tendida somnolienta y complacida sobre la cama, parece no verlo, ni escucharlo. El individuo de la esquina es una sombra que ha mutado en soñador, intoxicado con el libre albedrío y torturado por una relación monógama en la cual no puede participar.