El café estaba frío y, sin embargo, Pablo seguía moviendo la cucharilla. Su atención no estaba en esa taza hace unos momentos humeante, ni en la cafeína, que siempre despierta y que tan necesaria es para según que personas a esas horas de la mañana. No, Pablo miraba el reloj sin cesar y no porque temiera llegar tarde a ningún lado, no. Ya estaba en el lugar concretado. Y, sí, Pablo tenía una cita, han adivinado bien.
Sabía que hasta las 8:30 no llegaba el tren, pero no pudo (quizá no quiso) llegar más o menos a la hora. La impaciencia, quien sabe si cierto temor, el nerviosismo, le hizo llegar a la estación hora y media antes. Una vez Pablo comprobó en qué andén llegaba el tren, que no había sido cancelado, que no se esperaba ningún retraso, que sí, que realizaba las paradas previstas, que el empleado de la oficina de información empezaba a impacientarse ante tanta pregunta de respuesta obvia y reiterada, nuestro protagonista se dirigió hacia el quiosco de la estación dispuesto a comprar algún ejemplar del periódico del día. En primer lugar, sus manos se dirigieron hacia el diario que habitualmente compraba, pero luego pensó que ése era un día especial, que a lo mejor era cuestión de romper el hábito y adquirir otro, como si de esa forma se invocara a la suerte, como si le estuviera haciendo un guiño cómplice al destino, un guiño simpático, cotidiano, del tipo “tú y yo sabemos que hoy no es un día cualquiera, ¿verdad?”, buscando así la alianza de la fortuna, buscando así, de esa forma que ustedes pensarán que ridícula pero que Pablo se daba cuenta que era simplemente nerviosa, calmar la impaciencia y el miedo a fracasar ante una cita con ella, con Eva.
De Eva no poseía ni una fotografía, tan sólo una vaga imagen esculpida a base de preguntas indirectas y no tan indirectas que le realizaba durante sus conversaciones en el chat. Y, la verdad, durante todo el viaje mientras venía para esta estación, Pablo no pudo evitar sentirse más de una vez ridículo, como si fuera un crío de quince años. O peor, como si fuera un crédulo que acude patéticamente tras un fantasma. O un jovenzuelo desbordante de hormonas y desesperado por satisfacer esa torturada e inmadura sexualidad. Y, la verdad, es que Pablo no se sentía en ninguno de esos grupos. Lo cual, lejos de aliviarlo, le hacían aumentar la perplejidad de su presencia en tan... ¿romántica? Sí, por qué no definirlo así... tan “romántica” situación...
“¿Cómo será Eva?”, brotó de golpe en su mente. Es curioso, porque ahora que estaba en la estación, cuando ya la situación parecía irreversible (a no ser que ella no apareciera o que él, incumpliendo con su palabra dada –cosa harto imposible- desapareciera), es ahora y no antes –y mira que ha tenido tiempo- es cuando aparece la pregunta. ¿Cómo será Eva? Parece una cuestión que es lógico que inquiete a Pablo, sobre todo tras tres semanas de preparación de la cita (las apretadas agendas de ambos lo impedían antes) y tras dos meses de animadas y largas conversaciones en el chat. Pues no, lo lógico no siempre hace acto de aparición cuando se lo espera sino que, más bien al contrario, sobre todo en asuntos estos del corazón tan esquivos y juguetones con el sentido común, a veces se olvida de pasar y se dedica a pasear por el borde, sin llegar a entrar, dejando sitio para otras ocurrencias del espíritu.
Obviamente, Pablo tenía una imagen mental de ella tras tantas horas. Ya comentamos antes lo de sus preguntas. Pero nunca se lo había preguntado tan... claramente, de una forma tan contundente. Y tan desprovista de miedo. Porque Pablo descubrió que le daba exactamente igual cómo fuera Eva. Y ese sentimiento le surgió de una forma tan firme, y le pareció tan bello, y estaba tan convencido, que no pudo más que esbozar una amplia sonrisa. , gesto este que provocó un ligero equívoco con una pasajera que estaba desayunando en la mesa de enfrente y que entendió que la sonrisa iba dirigida a ella. Daba igual, Pablo, embobado en sus pensamientos, ni tan siquiera se dio cuenta de que fue correspondido y siguió regocijándose en ese nuevo recodo de sus sentimientos: iba a conocer a Eva y, de verdad, le daba exactamente igual su físico, sus sentimientos no iban a cambiar para nada. Estaba tan seguro como que al día siguiente el sol saldría por el horizonte. Así que la recibiría con ese ánimo que no duda: ¿Cómo será Eva? que, a la luz de sus pensamientos no era el reflejo de una inquietud si no la afirmación de un querer saber, la expresión clara y sincera de un deseo de conocimiento. ¿Cómo será Eva?
Eva no dejaba de visitar el baño en el tren. Sus constantes idas y venidas parecían irritar al ocasional acompañante (Eva pidió ventanilla, “mirando el paisaje, se me hará más corto el viaje”, pensó, desconociendo que el paisaje necesita de reposo para ser observado, de reposo interior, y no del ajetreo al que estaba sometido desde hacía dos días), aunque Eva no podía evitar dudar del color del pintalabios elegido para la ocasión, de si quizá debía haberse puesto pantalones en vez de esa falda larga que le marcaba demasiado el culo, de qué va a pensar él cuando me vea, que a lo mejor se cree que voy buscando sexo, y no es así, no, no no, o sí, quizá, no sé...
Tras su enésimo retorno del servicio, Eva vio que acababa de comenzar una película. Se colocó los auriculares para escucharla y se dijo así misma que mejor, que debía relajarse un poco, que no era cuestión de que le salieran esos granos que siempre le salen cuando se pone nerviosa, que lo fastidiaría todo... “¿y por qué iba a fastidiarlo todo, joder?”, se reprochó. Iba a estar maravillosa, simpática, risueña... al fin y al cabo él le hacía siempre reír... ¡Y tenían siempre tantos temas de los que hablar..! Pasaban horas y horas y se le hacían minutos... Pocos hombres le habían interesado tanto, y eso mismo le decía él a ella... Y se lo decía con un cariño, con una pasión, con un convencimiento... Empezaba la película, Toy Story, una infantil de dibujos animados. Quizá hubiera preferido Tienes un e-mail, aunque la vio hace poco, pero hubiera estado bien, ¿no? Sería una señal, un guiño del destino, pero en fin, puede estar entretenida, son graciosos los personajes.
Y, de pronto, Eva se sonrojó. Se sintió niña, se sintió irresponsable, se sintió incluso ridícula de estar haciendo lo que estaba haciendo, una cita con alguien que, en el fondo, no conocía, algo que ella misma hubiera rechazado, criticado incluso de haberlo hecho una amiga. Pero, de forma imperceptible se le escapó de los labios: “Es mi vida”. Y sus labios dibujaron una pequeña sonrisa que no tuvo cómplice para compartirla.
Pablo trataba de leer las noticias, cosa que hacía habitualmente, sabedor de que cuando uno se enfrasca en la lectura, el tiempo vuela. Aún quedaba bastante para que ella llegara y deseaba desconectar. Deseaba que una voz femenina le despertara y le dijera: “¿Pablo?” y él, dando un respingo, levantara la mirada y la viera a ella, y Eva estaría luminosa, sonriente, con ojos cariñosos, y a Pablo se le escaparía una sonrisa un tanto bobalicona, y se levantaría torpemente, provocando el tambaleo de la taza sobre su platillo y la risa de ella, y al oírla reír se relajaría y comenzaría de verdad su aventura con esa mujer a la que tantas veces había confesado amar.
“¿Tienes fuego?”, le interrumpió una voz femenina. Pablo despertó con la sonrisa puesta y descubrió a la mujer de antes, la de la mesa de enfrente, con un cigarrillo entre los dedos mientras se apartaba el pelo con la mano izquierda. El corazón de Pablo latió con furia, “¿será Eva?” Logró acercarle el mechero con un pulso un tanto desconcertado y con el pensamiento de que cabía la posibilidad de que Eva hubiera llegado antes, que hubiera cogido otro tren para estar allí cuando él llegara y darle la sorpresa, o para prevenirse, ya saben, para verle antes y saber cómo era, para observarlo con algo de tiempo. La verdad es que era hermosa... casi espectacular, la verdad...
La mujer le preguntó si estaba esperando el tren que venía de Madrid, y dio la casualidad que era el mismo tren en el que tenía que llegar Eva. Él le respondió un sí que le sonó demasiado apocado, pero ella no se dio cuenta, o pareció no darse, y siguió hablando de las bondades de una de las ciudades a las que se dirigía el tren, que se había cogido unos días de vacaciones, que allí tenía unos familiares con los que pasaría esos días, que le gustaba el ambiente de esa pequeña ciudad porque allí sí sabían pasárselo bien, que se llamaba Luz, encantada, yo Pablo, y que si podía sentarse un momento, que siempre llegaba con demasiada antelación a las estaciones porque le gustaba respirar ese ambiente de estar todos de paso, de ser todos de ningún lado y de todos los sitios, que si no opinaba igual, a lo que añadió una sonrisa espléndida invitándolo a conversar y a la que Pablo correspondió con otra sonrisa más tímida y el pensamiento “No es Eva”.
Pero también se le coló otro pensamiento: “Qué guapa es”.
Eva no pudo acabar la película y tuvo que volver al servicio porque se hacía pis. “Voy a acabar por mojarme las bragas”, pensó, y casi tuvo que contener una carcajada por lo que le parecía a ella una ordinariez, ese pensamiento que acaba de tener, eso de mojarse las bragas, una expresión que no recordaba haber dicho nunca, quizá ni tan siquiera pensarla así, tan rotunda. Tras terminar su micción, decidió quedarse en el descansillo entre vagones, de pie, donde suelen situarse los fumadores dando caladas nerviosas pero satisfechas a los cigarrillos ayer elegantes, hoy proscritos. Eva no fumaba, pero no le apetecía volver a ver la expresión de fastidio de su compañero de asiento, ni tampoco acabar de ver la película. Sabía que faltaba poco para llegar a la estación y pensó que un ratito de pie le iría bien, aquí, apoyada al lado de la puerta, mirando a través del cristal, viendo sin mirar un paisaje que se obstinaba en correr hacia ella, como si la tragase, como si la arrastrase a su destino.
“Disculpe, ¿quiere uno?”, le dijo un apuesto moreno que acababa de entrar en el descansillo. Eva le contestó con una sonrisa fugaz y un escueto no, no fumo, pero gracias. Escueto pero insuficiente para el apuesto caballero debió ser la negativa porque el hombre empezó una conversación con Eva que comenzó por la pregunta obvia del destino del viaje, continuó por las alabanzas hacia Barcelona como ciudad cosmopolita y moderna, siguió por la presentación mutua de sus nombres (Lázaro, dijo llamarse él) y un esquivo apretar de manos, un intercambio de sonrisas, un instante de silencio, un pensamiento fugaz en la mente de Eva (“que ojos más bonitos”) y un alegre discurso de anécdotas del hombre sobre sus viajes más recientes, ya que él, por su profesión, se veía obligado a viajar mucho.
Se acercaba la hora de la llegada del tren y fue Luz quien le comentó que debían ir hacia el andén. Pablo respondió un atorado ah, sí sí, claro y, cogiendo su abrigo, se levantó al unísono. “¿No llevas equipaje?”, le preguntó Luz. ¿Equipaje? Pablo se quedó dudando unos instantes, sin decir nada, como perdido. Recordó por qué estaba allí, recordó a Eva y, lo que más le sorprendió fue precisamente eso, recordar. ¿En qué momento se había olvidado? Quizá fuera sólo una necesidad, quiero decir que después de estar varios días obsesionado con este encuentro, en algún momento tenía que dejar de pensar, mejor así, ¿no? O... “Ya veo que no, ¿viaje de negocios o algo así?” Algo así, le respondió con una sonrisa. Ella sonrió sin replicarle, puesto que era difícil de creer un viaje de negocios sin ni tan siquiera un maletín, una carpeta, o un ordenador portátil. Y esa falta de replica, ese no insistir, ese no importarle le relajó, le hizo sentirse cómodo. La verdad es que Luz hace honor a su nombre, mírala, es luminosa, da alegría, vitalidad, se descubrió pensando Pablo. Pero... ¿qué pensará Eva si me ve en el andén con una mujer así? Al fin y al cabo, Eva esperaba encontrar a un hombre solo, no tan bien acompañado...
Lázaro ayudó a Eva a bajarle la voluminosa maleta de la taquilla. Se acercaron a la puerta del vagón mientras el tren iba llegando a la estación. “¿En qué hotel te alojas? ¿O tienes familia aquí?” No, no tengo familia, respondió Eva. Y a Lázaro se le iluminaron los ojos verdes mientras Eva no pudo evitar fijarse en las manos, una manos fuertes, de deportista, pero muy bien cuidadas. Y se acordó entonces de Pablo, y se le ocurrió pensar en cómo serían sus manos, si serían tan bonitas. Y si estaría esperándola, si no la dejaría allí tirada... Y si le gustaría, y qué pasaría si ella le reconocía a lo lejos y no le gustaba nada, no se imaginaba una situación más embarazosa, tener que pasar unos días con alguien que la mirara con ojos de enamorado y ella sin poder corresponderle, deseando huir, como tantas veces en su vida, que ha deseado escapar de todo y se ha visto atrapada por demasiadas cosas. En cambio los ojos de Lázaro... la miraban sólo con deseo, de ese tipo de deseo que nunca le había hecho sentir cómoda pero que en más de una ocasión se había preguntado que qué debía sentir una mujer cuando un atractivo desconocido la mirara así, cómo reaccionaría ella... ¿Y qué pasaría si Pablo la ve bajar del tren con Lázaro? Al fin y al cabo, él esperaba a una mujer sola, no tan bien acompañada...
El tren entraba lentamente en la estación mientras Luz y Pablo bajaban las escaleras charlando animadamente. Pablo tendría que decirle en cualquier momento, ya, que él no subía al tren, que estaba esperando a una persona, que no podía acompañarla en ese viaje, ni a esa ciudad donde saben realmente pasárselo bien. Pero reaccionó como si no quisiera quemar su último cartucho, lanzar su comodín porque... ¿qué ocurriría si Eva no se presentaba? Había pedido días de vacaciones en el trabajo para dedicárselos a ella, que terrible amenaza de soledad se cernía sobre él... y qué vergüenza... Se resistía a dejar marchar a Luz así, sin más, porque la tentación de mandarlo todo a la mierda y subirse en ese tren y comprar el billete al revisor o en la próxima estación donde pararan, la tentación de hacer una verdadera locura, de vivir una auténtica aventura se abalanzó sobre él como el buitre a la carroña, con hambre. Pero... ¿y Eva?
Eva se encontró, de repente, pisando el andén que tanto miedo y tantas ansias le habían provocado las últimas semanas. Lázaro ya se prestaba a acompañarla hacia la parada de taxis, pero ella logró ganar tiempo colocándose el abrigo, arreglándose el pelo... Necesitaba pensar, pensar... Se estaba haciendo pequeña, pequeñita, encogiendo por momentos, y ese horrible sentimiento la angustiaba. Por un lado le hubiera gustado que, nada más bajar, estuviera allí Pablo... Por otro, le hubiera gustado estar sola en aquella ciudad, rodeada de extraños, de ojos que no podrían juzgarla, y de los ojos de Lázaro, que la miraban con aquel descaro... Aunque el hecho sólo de pensar en Lázaro le hizo sentirse culpable, no estaba bien, nada bien, porque... ¿y Pablo?
El taxista masculló un protocolario “Buenos días”, pero en su rostro se dibujó rápido una sonrisa pícara. Estaba claro, años de experiencia le avalaban, que esos dos que llevaba detrás era dos tortolitos que venían a pasárselo bien, sospecha que se confirmó cuando le dieron por dirección un famoso y acogedor hotelito en el centro del corazón de la ciudad. El hombre parecía conocer Barcelona, puesto que asintió convencido cuando el taxista le propuso la ruta. Aunque, para ser sinceros, hablar no hablaron mucho durante el trayecto. No esperen arrebatos de pasión, ya saben caricias, besos apasionados, no. Tan sólo alguna que otra palabra, muchas miradas y, por el retrovisor, dos manos que se cogían tímidamente, promesa de que la conversación verdadera estaba por llegar.
Cuando llegaron al destino, la mujer hizo amago de pagar, a lo que el hombre se negó sacando su cartera y dejándole una buena propina al taxista. Caballerosamente, el hombre bajó del taxi y le abrió la puerta a ella y le ofreció su mano para que ella saliera del taxi, en un gesto calculadamente caballeroso e irónico a la vez.
-Gracias, Pablo –dijo sonriendo.
-De nada, Eva.
Y con la maleta de Eva en la mano, entraron en el hall del hotel, con los estómagos llenos de mariposas, las manos llenas de temblores, las sonrisas llenas de timidez y las miradas llenas de cierto embarazo, gozo y una terrible curiosidad de saber qué, qué puñetas les esperaba.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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