Hoy, sábado 18 de junio, el tema para esta columna viene forzosamente marcado por la actualidad en mi país. Y es que esta tarde —cuando escribo esto todavía es de mañana— hay convocada una manifestación en Madrid en contra de la ley que permitirá a los homosexuales casarse. Aunque los convocantes han utilizado un subterfugio: dicen que la manifestación es “a favor de la familia”, institución que, según ellos, está siendo “atacada”.
Veamos... ¿El hecho de que dos ciudadanos homosexuales puedan casarse y adoptar niños ataca a las parejas heterosexuales? En primer lugar, recuerdo que un hombre o mujer soltera ya puede adoptar un niño, sin necesidad de explicar sus tendencias sexuales, por lo que ya es una realidad la existencia de niños criados por una pareja gay. Y según un estudio realizado en Madrid sobre 10.000 niños en esa situación, ninguno de ellos ha mostrado señal alguna de haber sido mal criados ni de haber desarrollado trauma alguno por tener dos papis o dos mamis.
Y en segundo lugar... ¿en qué puede afectarnos a los heterosexuales que dos gays se casen? Cuando se legalice el matrimonio entre homosexuales, ¿se separarán todas las parejas heterosexuales? ¿Todas aquellas parejas heteros que planean casarse dejarán de hacerlo? ¿En qué —por favor, que alguien me lo explique— en qué nos “atacará” a los heteros que dos personas del mismo sexo que se amen se casen? ¿En qué?
Entonces, ¿qué es lo que defiende la organización convocante de la manifestación? ¿Y la Iglesia católica que la apoya? ¿Y el Partido Popular?
Por un lado, tenemos que bajar a la arena política, y es que el Partido Popular —incapaz de asumir su pasada derrota electoral— está ejerciendo una oposición destructiva persiguiendo la acción del gobierno convocando y/o apoyando cualquier manifestación que pueda serle útil, además de que mañana hay elecciones en Galicia, un tradicional feudo del PP donde las encuestas dicen que pueden perder la mayoría absoluta.
Pero por otro, hay algo más terrible...
La intención de esa organización como de la Iglesia católica al apoyar esta manifestación es apoyar un determinado concepto de familia, el ultra—católico. Y, con ello, lo que buscan es algo que está sucediendo en otras partes del mundo: negar la separación entre razón y fe.
Durante muchísimos años, la fe católica —y de la casi todas las confesiones religiosas— se mostró como una forma —cuando no la “forma”— de conocer e interpretar el mundo. De hecho, los fanatismos religiosos lo que hacen es imponer la fe a la razón (recordad cuando a Galileo le obligaron a renunciar públicamente de su teoría de que la Tierra giraba alrededor del sol), porque mediante la razón el ser humano es libre y mediante la fe —que es un hecho sentimental, emocional— es más fácil tener sometida a la población.
El Renacimiento, colocando al hombre en el centro del universo y no a Dios; y la Ilustración después, con su defensa de la razón y la ciencia, fueron los puntales en occidente para que las mujeres y hombres fueran separando fe y razón como dos formas muy diferentes de interpretar el mundo.
Y a través de los siglos posteriores, en especial el siglo pasado, en occidente esta diferencia se ha ido acentuando con la laicidad y aconfesionalidad de los Estados. Los poderes estatales dejaron de estar elegidos por Dios y las directrices religiosas han ido siendo arrinconadas a la esfera particular, que es el territorio adecuado para la fe y para las creencias y sentimientos religiosos.
Pero ese movimiento no agrada a los fanáticos, ávidos de poder, que luchan despavoridos ante su pérdida de influencia. ¿Cómo combatir esa falta de influencia sobre los asuntos públicos que antes tenían por mandato “divino”? Acentuando sus posturas más extremas. De ahí que surjan los movimientos fundamentalistas en el mundo árabe, en los Estados Unidos y ahora, hoy, en España. El fundamentalismo se basa en el mito, en lo irracional, en lo puramente sentimental. La Razón es, pues, su enemiga. Si la gente piensa por sí sola, no se la puede dominar. Hay que crear miedo, dar la sensación de que fuera del Credo todo es caos y corrupción, peligro para nuestra identidad. Y hay que buscar como sea que los credos de la fe sean tomados a la misma altura que los resultados del racionamiento (un ejemplo es que en muchos institutos estadounidenses, asociaciones de padres ultraconservadoras han logrado imponer que a sus hijos les enseñen la teoría de la evolución y la teoría de la creación del hombre como si las dos fueran igual de válidas. Es decir, el profesor, traicionando todo lo que ha aprendido, deberá decir a esos jóvenes que Darwin y el Génesis bíblico son dos explicaciones igual de válidas para entender la aparición del hombre en la Tierra).
Es por eso que hoy hay una manifestación “a favor de la familia”. Cuando no hay argumentos razonables sólo queda el mito. Y la parte de la sociedad española que hoy saldrá a las calles es aquella que estuvo siempre en contra de cualquier avance científico, político, ético o incluso religioso que daba más libertad de elección a los ciudadanos. Es el Antiguo Régimen, la mentalidad medieval, que todavía colea. Es querer negarse y negarnos la posibilidad de conducirnos por la vida mediante el respeto a todas y a todos, mediante el diálogo argumentado, mediante la compresión, el afecto y el uso de nuestra mejor capacidad: el intelecto.
Dicen que defienden a la familia, pero no. Defienden el pasado, la caverna, el imponer una creencia al resto, el retorno al mito y al miedo.
Afortunadamente, somos la mayoría los que no tenemos miedo.
Pero no por ser especialmente valientes, no.
Si no que, simplemente, tenemos la conciencia tranquila.
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