No puedo recordar en que año ocurrió lo que voy a contar, pero seguramente yo no tendría más de ocho años. Es decir, hace mucho tiempo.
Comenzaré diciendo que el temblor a que me refiero, tiene una doble significación. La que define una sacudida más o menos violenta de la corteza terrestre como consecuencia de un terremoto lejano y la que resulta de un movimiento convulsivo del ser humano bajo los efectos del miedo.
El cine era en el pueblo costero de mi infancia, el espectáculo público por excelencia. La única sala del pueblo, el Talía, proyectaba películas todos los días hábiles en función nocturna, agregando funciones vespertinas para chicos los sábados y domingos. Mi madre, que era muy aficionada y siempre estaba atenta a las películas que se programaban, me llevaba de acompañante dos o tres noches por semana ya que a mi padre no le interesaba el cine en absoluto Se aburría hasta el sueño.
El caso fue que, tempranamente, me puse en contacto con el irrepetible mundo de Hollywood de aquellos años. Y no eran precisamente películas para público infantil las que veía mi madre, si bien la moralina imperante en la época, no daba lugar a escenas vedadas a los niños.
En general las “cintas”, como se las llamaba entonces, que gustaban a mi madre me aburrían, pero la pasaba bien porque siempre encontraba algún amigo con el cual sentarme en la primera fila a charlar y reírnos de cualquier cosa. Y fue una de esas noches, cuando tuve la desgracia de ver “La escalera de caracol”, filme de terror que me marcaría para toda la vida.
No está en mis conocimientos explicar porqué determinados sucesos de nuestra infancia nos afectan tan profundamente, el caso es que luego de esa noche, nunca más pude dormir con la puerta de un ropero abierta. Hasta el día de hoy.
Y ocurrió que quedé tan aterrorizado que mis padres decidieron, que hasta que me olvidara de la película, dormiría en el cuarto de ellos en una camita que acomodaron allí. Y no obstante eso, cada noche antes de acostarme yo revisaba el ropero y me cercioraba que la puerta, que chirriaba al moverse, quedara muy bien cerrada.
Una noche ya de madrugada, y estoy seguro que era verano, algo me despertó. Debo decir que a diferencia de otros chicos yo era de sueño liviano, me despertaba al menor ruido infrecuente. Quiero decir que los ronquidos de mi padre, el ulular del viento y el golpetear de los postigos o el ladrido de los perros no lo hacían. Entonces, lo que me había despertado era un sonido poco habitual.
En la oscuridad, permanecí atento un instante, solo se oía la respiración de mis padres. Ya me estaba durmiendo nuevamente, cuando el misterioso sonido se repitió, entonces sentí que una ola de pánico recorría mi cuerpo. Totalmente paralizado y con los ojos muy abiertos, en la oscuridad, escuché abrirse la puerta del ropero con tétrico chirrido.
Debo haber gritado, porque mis padres se despertaron sobresaltados. Se encendió una luz.
-El ropero... pude balbucear.
Mi madre, con los ojos entrecerrados dijo algo para calmarme, luego se levantó y cerró la puerta del ropero. Mi padre un poco fastidiado, apagó el velador, se acomodó y siguió durmiendo.
Creo que ellos, adormilados como estaban, no pensaron en algo que yo con mi corta edad entendía muy bien. No era razonable que la puerta del ropero se abriera sola, a menos que alguien, o algo, la estuviera impulsando.
Así, en la oscuridad total, tieso, impregnado de un sudor frío que humedecía mi cuerpo, me quedé esperando que George Brent, el enguantado psicópata de La escalera de caracol, se acercara sigilosamente hasta mi cama para anudarme una media de nylon al cuello.
Y de pronto sucedió. Con un chirrido fuerte, violento, como si el asesino hubiera decidido terminar con todo de una buena vez la puerta del ropero volvió a abrirse. Esta vez mi grito fue un alarido. Mi padre pegó un respingo y encendió la luz con un grito:
-¡¿Pero que pasa?!
Mi madre, sentada en la cama me miraba alarmada.
-El ropero... dije con voz temblorosa, y luego levantando la vista al techo, agregué: -El ropero y la araña...
La puerta del ropero se abría y se cerraba y la araña, pendiente del cielorraso, se balanceaba furiosamente.
Mi padre se despertó completamente. -¡Es un terremoto hay que salir, agarrá al pibe!, le gritó a mi madre.
Salimos al jardín, mi padre y yo en piyamas, mi madre en camisón.
Un silencio sepulcral cubría el pueblo. Las aguas de la bahía estaban muy quietas y sobre la elevación de la costa opuesta un anaranjado subido denunciaba la aurora.
Recuerdo que se encendió una luz en los altos de la casa del gerente de la Sociedad Anónima, y una voz, seguramente la de él, gritó:
¿Lo sintieron? ¡Fue un temblor muy fuerte...!
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