*La última visita al Doctor*

Hacía mucho frío en la sala de espera atiborrada de blancos azulejos y los Boere, aún sin sacarse los abrigos, esperaban impacientes que el doctor apareciera por la puerta de vidrio biselado trayendo, en lo posible, buenas noticias.
Entretanto, para pasar el tiempo, cada integrante de la familia había emprendido una tarea que lo ayudase a no caer en el abismo del aburrimiento. Papá Boere leía muy entretenido una revista de famosos, mientras que a sus pies Paulina estiraba los bracitos intentando tomar un libro que su padre había descartado en primera instancia, cuando en el difícil arte de seleccionar el material de lectura, el pesado volumen de “Crimen y castigo” aprisionaba contra la mesita a un sinfín de entretenimientos, chismes y color. (Con fotos y dibujitos).
– ¡Papi! ¡Papi! – distrajo de la lectura la pequeña a su padre – No alcanzo – y echó a llorar.
Jean, como de costumbre, puso manos a la obra.
– Noelia, fijate qué quiere tu hermana – ordenó sin levantar la vista del magazine.
De haberlo hecho hubiese observado como Noelia se había apoderado de la mesa ratona que ocupaba el centro de la sala y sobre ella, usándola a modo de escenario, interpretaba una conocida tragedia de Sófocles en la que colaboraba su hermana Lucy, que tan solo era un bebe envuelto en mantas, y a la cual se dirigía entre gritos y llantos actuados al tiempo que la nombraba con diferentes apodos tales como Edipo, Creonte, Corifeo, Yocasta, público, etc.
Como era de esperar Noelia no respondió a la orden de su padre y Paulina siguió llorando, pero ahora con mayor intensidad. Al sentir el desconsolador lloriqueo de su hija, Boere también lloró, y rió, y lloró, y rió, y lloró, y se calmó. Nunca entenderemos bien el asunto; pero lo cierto es que al finalizar su ciclotimia, aún sin dejar su entretenimiento, pidió a su hija Lu que hiciera algo.
Muchos opinan que Jean no fue un buen padre, mientras que otros tantos dicen lo contrario. Lo cierto es que Jean siempre dejó que sus niñas corrieran libres, y es por ello que no nos puede extrañar el hecho de que la pequeña Lu se encontrara en aquel momento sentada sola en un rincón, con su vestidito negro, y que su única respuesta haya sido efectuar un golpe con su machete sobre una de las plantas que tenía a su lado.
Al desprenderse una rama por el corte del machete, salió de abajo del sillón Viviana, quien había preferido pasar el tiempo haciéndose una cómoda choza bajo el mueble. Se acercó a la rama, la observó por un momento, y sentándose a lo indio se puso a trabajar con sus manos sobre el tronquito.
Todas sus hijas estaban muy entretenidas en sus ocupaciones; hasta la primorosa Melina que, metida en sus fantasías, caminaba bamboleante con sus manitas en la cintura mientras le dirigía miraditas de enamorada a un sonriente hombre de guardapolvo blanco que sostenía en su mano derecha una cajita de analgésicos y la observaba, inmóvil, desde un afiche en la pared.
Mientras tanto Paulina, al ver que no podía alcanzar su objetivo por más llanto que largase, optó por recurrir a la última estrategia que le quedaba para atraer la atención de su progenitor: lloró más fuerte.
Jean supo que no podía evadirse de su responsabilidad paterna y acudió en auxilio de su querida hija. Al bajar la vista no necesitó palabras para comprender lo que ocurría; vestida con cuatro camperas, siete bufandas y dos gorritos de lana, la pequeña Paulina estaba inmovilizada y, por tanto, incapacitada para alcanzar el libro. Jean rió, pues dejaba que sus hijas se vistiesen solas y no se había percatado del atuendo. Se acercó.
– ¿Querés el librito ese? – preguntó tiernamente a su hijita.
– Chi – contestó Paulina entre sollozos, secándose con el revés de su manita la cara.
– Esta bien – dijo papá Boere -; ahora lo escondemos entre tus ropitas y nos vamos levantando que ya casi partimos.
Se comenzaban a poner de pié cuando apareció el doctor abriendo la puerta de vidrio biselado y al verlos echó sobre ellos una mirada de angustia. Las niñas, ante la presencia del médico, corrieron a los pies de su padre, quien ya había tomado en brazos a Lucy.
El médico recorrió la postal que presentaba la familia Boere apiñada en medio de la sala, y dijo con una voz entre seria y paternal:
– Señor Boere, otra vez acá. Por favor, esta no es una sala de lectura ya se lo he dicho. Es un consultorio médico. – Y agregó mirando a las niñas – Por qué no lleva a sus hijas a una plaza, a un parque, o a un lugar más lindo. Por favor, no me haga llamar nuevamente a la policía.
Jean lo miró seriamente y respondió:
– Sabe una cosa doctor, tiene usted razón, de ahora en más no volveremos aquí. Pero sepa que tanto yo como mi familia estábamos a gusto con el lugar; el espacio es acogedor, seguro para mis niñas y el material de lectura es muy bueno. Además me proveía de una variedad de gráficos únicos que utilizaba en mi fotolog, aquel que más de una vez le pedí que visitara en www.fotolog.net/iofnix y dejara un mensajito. Pero no me sorprende. Si no tuvo la amabilidad de hacerlo, cómo esperar que nos deje seguir acudiendo a esta sala de espera, ¡templo de la cultura Boere! – y dirigiéndose a la puerta de salida con la frente en alto agregó – Adiós; buena suerte, y hasta luego.
Con esas palabras la familia Boere se despidió del consultorio del Doctor y sus paseos jamás volvieron a ser los mismos.

*Fin*