Maléfico un dios, le arrancó los sonidos a la tierra, le quitó el habla dejándola muda, le quito también la boca y de un puñetazo, con los sonidos en la mano, los enterró en sus entrañas para que sufriera.
Dicen que el quirquincho vio todo y desesperado al ver a su amiga muda, sufriendo, con sus garras escarbó y escarbó, haciendo gargantas, juntando los sonidos. Uno por uno iba juntando, uno por uno, y los guardaba en el caparazón.
La tierra estaba condenada al dolor del silencio, pero el hombre no. El quirquincho llevó los sonidos al hombre sano, al sabio y le dio su caparazón. Él le explicó lo sucedido y se sacrificaba para que la voz de la tierra volviera a sonar.
Y así fue, en un ritual el hombre sabio, el de los ojos de bondad, devolvió los despojos mortales del quirquincho a su amiga la tierra para que lo acunara. Con la caparazón llena de sonidos y dolor hizo el charango. Y ahí, habló, habló y cantó la tierra.
Dicen que desde ese entonces los quirquinchos siguen escarbando, buscando los sonidos, siguen sacrificándose para ser la boca por donde cante la tierra y no sufra más.
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