Cuando niña era una regordeta morena que sólo llamaba la atención por sus filosas preguntas.
A los quince años comenzó a florecer. Su continente lo fue moldeando la mano de una erótica hada que puso cumbres y valles en su perfecta geografía, para hacerla cuna de placeres, angustias y delirios, delicia de enloquecidos admiradores que con su mente enfebrecida levantaban su minúscula falda para sondear en los espasmos del placer, aquellos muslos virginales.
A los veinte la descubrió un empresario de afilados dientes. Le prometió las estrellas y todas las nebulosas adyacentes y a media luz y a galope tendido, las alcanzaron ambos y luego viajaron por el cosmos con el deseo propulsando nuevas y excitantes expediciones.
A los veintidós, se presentó en un concurso de belleza y entonces supo que la envidia, la vacuidad y las malas artes forman parte de ese currículo no escrito que los representantes manipulan para enriquecerse a costa de pasajeras ilusiones. La corona recayó en una competidora que la miraba de reojo, no convencida del todo de su cetro pero dispuesta a transar milímetro a milímetro lo poco de dignidad que le quedaba.
A los treinta supo por qué esa hada maliciosa había creado en ella canales internos por los que se desbordaba su pasión. En uno de esos canales encontró al hijo que anhelaba, solo que debió saltarse los encajes, la misa y un si insuflado con tierna voz…
A los cuarenta, la vida le dio una nueva oportunidad. Un príncipe azul disfrazado de hombre honesto que se fijó en sus ojos morenos y en su alma blanca. Enamorada de sus silencios, de su estampa triste y de esas manos que sabían recorrer con tierna sapiencia su ardiente geografía, se unió a él y se repitieron el uno al otro mil veces de cara al mar: Te quiero, te quiero, te quiero…
A los cincuenta, supo que la belleza, el amor y los seres necesarios, se mueven en medio de oscuras arenas movedizas. Su hombre partió herido de muerte por un cáncer que más que eso parecía un presagio, lo bueno siempre termina pronto… Su hijo se marchó lejos y eso fue otra manera de morir ya que las cartas no alcanzaban a suplir su inexistencia. Mujer marchita que se fue quedando sola, con los recuerdos martillando en su cabeza y con el alma a punto de enloquecer. Los que mueren locos ¿Lo son para toda la eternidad?
A los sesenta años, representaba setenta. Sus fotografías habían desaparecido para no gritarle el paso del tiempo. Sus manos sarmentosas pedían clemencia, la religión vino en su auxilio y supo de pastores que le exigían redención y le prometían valles eternos, mas ella sólo pedía un poco de paz.
A los setenta, una mañana cualquiera, llamó a Dios con su voz entrecortada. En su lecho, delgada como una sombra, divisó acaso en sueños a su hijo, le tendió sus manos azulosas y sintió el áspero contacto de esa palma varonil. Dicen, quienes la vieron, que solo sonrió e inspiró profundamente para luego dibujar en sus labios un dramático beso que por obra y gracia de la Divina Santidad, se extinguió en un último suspiro, luego se apagó su vida con todas sus interrogantes.
Quiera Dios responder con su sabiduría suprema todas las ingentes preguntas de esta hija predilecta…
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