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El cuarto limpio, reluciente, sombrío se iluminaba con la mortuoria luz televisiva. Un viejo en su lecho de muerte yacía tumbado en los confines del sueño, exiliado por sus recuerdos y finalmente derrotado por la enfermedad. Cómodo y grande se veía el cuerpo aún con vida, reposando al ocaso de aquel día. Tres hijas y una esposa observaban la silueta de tan hermoso hombre. Por sus poros aún emanaba belleza, como si el viejo hubiese sido una fuente. Sus blancas barbas y su amplio tórax denotaban una gran fortaleza, sólo en el vientre tenía una puerta a sus entrañas, único signo visible de su estado debilitado. La mente de Nilo era la de un artista, y su obra era tan natural como mover el meñique y tan compleja como el concepto de simpleza, era capaz de sacar personas y objetos de la madera y de comprimir un paisaje en un lienzo.
El aire cálido de Caracas y el bullicio de la ciudad coronaba el momento con un aire rutinario, de cotidianidad. Pero el espacio estaba destinado a cambiar. Una fuerza desconocida hizo desaparecer el cuarto con las personas en él, como si la existencia de todo llegara a su fin porque alguien cerró los ojos. Hubo un momento cuando nada fue todo. Se abrió la ventana de lo onírico y metafísico y se cerró la puerta de la conciencia.
Y así, Nilo despertó en un lugar oscuro, más negro que el olvido y tranquilo como el silencio. No se sorprendió, se sentía natural en aquel ambiente –yo ya he estado aquí- se repetía como queriendo encontrar un sentido de pertenencia en aquel lugar. Sólo un murmullo se escuchaba en la lejanía, el inconfundible sonido generado por agua que corre como perseguida por una bestia. Siguiendo el sonido, Nilo comenzó a caminar. Imaginen su sorpresa al descubrir que no tenía impedimento alguno, toda imagen mortal de él había desaparecido. Ya había dejado de sentirse vivo, ahora se sentía existente.
A lo lejos, una mancha de luz se reflejaba en las aguas del río, solo eso y nada más era visible en aquella oscuridad tan densa que se hubiera podido cortar con un machete.
Al acercarse, el rumor del agua se convirtió en un torrente de lamentos, de cierta forma, el sonido fluvial tenía un eco de muertos, como si la corriente recordara, sin embargo esto era de cierta forma difícil de identificar, como si se tratara tan solo de un sollozo escondido en los sonidos de la selva. Hasta ese momento Nilo se hizo consciente de la sinfonía que le ofrecían los exóticos sonidos selváticos. Que familiar fue escuchar el rumor de la selva otra vez, como si una parte de su vida regresara a su presente. Así se sintió hasta que llegó a la orilla del río. Una antorcha encendida remataba la proa de una piragua amarrada a un muelle de construcción rústica y enmohecida por la humedad. Por fin pudo observar sus ropas. Iba vestido totalmente de blanco, una guayabera le cubría la parte superior y unos pantalones de tela delgada y resistente cubrían sus piernas. Los pies no vestían nada más que la piel desnuda. Soledad y tinieblas poblaban el aire. Subió al desgastado muelle con cierto temor de que sucumbiera ante el peso de su cuerpo. Después de que rechinaran algunas tablas, la débil estructura quedó en pie, siendo esto de gran alivio para nuestro protagonista. Es probable que por la oscuridad no lo hubiera visto antes, pero en el borde del frágil muelle, Nilo vislumbró la figura de un indio Yanomami contemplando el río. Era de baja estatura, como cualquier nativo amazónico, tez morena, su cabello liso y negro cortado a la usanza nativa. Vestía únicamente un taparrabo y en su mano derecha sostenía un remo.
-Buenas noches- dijo Nilo recordando a los indios que conoció durante sus cacerías en el amazonas. El nativo volteó revelando su nariz perforada por un pequeño palo decorativo que atravesaba sus dos fosas nasales, además portaba dos franjas de pintura roja en las mejillas. Dos ojos negros y profundos sorprendieron a Nilo, esa mirada penetrante hubiera intimidado a cualquiera, tan profunda que se podría asegurar que era capaz de leer el alma.
-No se puede hablar de tarde, de día o de noche en esta tierra.- dijo el indio. Entonces hubo una pausa, sólo el río arrojaba sus comentarios. El enigmático aborigen decidió reanudar la conversación -Mi nombre es Caronte- dijo.
Obviamente la cabeza del viejo comenzó a dar vueltas al escuchar este nombre. –El mío es Nilo ¿Es este el río Estigio?-
Caronte entonces reflejo en su rostro el vacío que denota la ignorancia y contesto –No, no conozco ese río, a este le llamamos Orinoco-. Nilo se quedó tieso con la respuesta del indio, estupefacto ante la noticia de que el Orinoco era la frontera del Ades y que un Yanomami era el barquero que transportaba almas al mundo de los muertos. -¿Dónde estamos realmente? ¿En el inframundo o en el amazonas?- preguntó de nuevo intentando en vano metamorfosear sus preguntas en repuestas. –Realmente no lo sé, pero supongo que estamos en ambos lugares.- Así contestó Caronte y prosiguió –Si desea, lo puedo llevar al otro lado del río por mil bolívares.- Nilo entonces revisó su bolsillo, encontró un billete de la cantidad exacta que el barquero pedía. Sacó el pedazo de papel arrugado del bolsillo y lo mostró al aborigen. Lo tomó y ambos subieron a la rústica embarcación. Caronte comenzó a remar sin hacer más preguntas. Una tranquilidad reinaba sobre el río, la luz de la antorcha iluminaba las crestas de las olas. La corriente era débil y el sonido mucho, pero la oscuridad no permitía ver más allá de lo que iluminaba la efímera flama. El agua parecía ser de color negro debido al efecto de la oscuridad. De vez en cuando se asomaba en las cercanías un caimán sobre el lúgubre espejo. El viaje no duró mucho a pesar de la robusta distancia de ribera a ribera del Orinoco. Por acción de la difusa luz de la antorcha, una costa de arenas blancas fue rebelada ante los ojos del viajero. La piragua tocó tierra y ambos personajes bajaron de la embarcación precipitadamente como si el viaje hubiese durado siglos. Entre los negros árboles apenas visibles, un camino se habría paso a través de la maleza.-Siga el camino hasta toparse con el portero- Dijo el indio. Nilo estaba extrañado por la naturaleza misteriosa del aborigen, no dudaba que fuera algún tipo de profeta o guía en su viaje por el mundo de los muertos. Pensó entonces en hacer una pregunta que no denotara su duda pero que ayudara a resolver el enigma. –¿Cuál es mi destinación final?-
-Esa, es una pregunta que no necesita hacerse. Su destino, no es llegar al final. La meta es el camino, la razón es el camino, el fin es el camino, todo es el camino. La transformación se sufre en el sendero, no en el objetivo.- Y dicho esto, Caronte dio unos pasos atrás y se perdió entre las penumbras.
Estas palabras significaron poco en ese momento, parecían ser sólo eso, palabras. Ahora había una senda que recorrer, y si bien Nilo se encontraba confundido después de tan extraña respuesta, no dudó en proseguir su marcha.
No podía Nilo ver nada que no estuviera a más de un metro de distancia, temía seguir por aquella senda invadida por flora tropical. Caminaba hacia donde sus pies le llevaban y un sentimiento de expectativa lo sumergía en un mar de dudas sin respuesta. Pronto olvidó esta sensación y se enfocó en observar la nulidad del paisaje. El clamor del río había quedado muy atrás desde hacía ya varios minutos y la pesada humedad acompañada de un calor estridente lo hacían sudar a borbotones. Un silencio sepulcral se hacia latente, sólo se escuchaba esporádicamente un murmullo similar al de gente cuchicheando en una iglesia. Tal vez era la imaginación del viajero, tal vez eran las voces de otros. Y manteniendo esa posibilidad abierta e impulsado por un miedo instintivo, siguió su caminata sigilosamente. Las mismas aguas del Lete se agitaron cuando un estruendoso gruñido vibró en el denso aire. A unos metros, Nilo contempló maravillado y aterrorizado a un monstruo de proporciones astronómicas que vigilaba una gran puerta iluminada por una nueva luz azulada proveniente de algún lugar desconocido. Acercarse a tan monstruoso engendro era un suicidio. Cancerbero era el nombre de esta bestia, más la imagen distaba mucho de ser igual a la que los libros nos describen. Se trataba de un jaguar de tres cabezas cuya cola era una anaconda. Pensó en ofrecerle comida al furioso guardián pero fue en vano, no encontró nada para alimentar a tan imponente fiera. Al ver que nada conseguía, la idea de domesticarlo le vino a la mente. Tranquilo y confiado se acerco a la abominable criatura después de haber tomado una piedra del suelo. El ingenio con el que solucionó el problema sólo se compara en magnitud con la cantidad de tiempo que le tomó domar al engendro. Un punto a favor de Nilo, era que el animal estaba encadenado a la puerta. Cada vez que éste le gruñía, una piedra salía con velocidad endemoniada de la mano del domador directo a uno de los hocicos. Este proceso se repitió hasta que derrotado, el majestuoso jaguar aulló y temeroso trató de esconder sus tres cabezas detrás de sus patas delanteras. Aprovechando su dominio sobre Cancerbero, el viajero abrió la enorme puerta cuyo peso asombraría a cualquiera por su ligereza y la cruzó esperando encontrar un cambio en el ambiente, pero nada, el camino seguía de largo y se perdía nuevamente en las tinieblas. Más remedio no tenía y a zancadas tristes continuó su travesía. No caminó mucho hasta escuchar de nuevo el sonido de agua en movimiento, esta vez, era agua en caída libre, una cascada estaba cerca. Una sed cada vez mayor le subía ahora desde la garganta, por lo que apresuró el paso. La misma débil luz azulada que iluminaba la puerta ahora alumbraba una caída de agua de una altura surrealista que se perdía en la inmensidad del espacio vertical del inframundo. Era indudable, esta cascada era en casi todos los aspectos idéntica al Salto Ángel . El agua que caía formaba un pequeño estanque antes de seguir su recorrido hacia otras tierras desconocidas. El recuerdo de los acontecimientos anteriores, hizo dudar a Nilo sobre la verdadera identidad del agua que estaba apunto de beber. Y realmente desconocía lo que ocurriría cuando la bebiera. Él no sabía que se encontraba apunto de probar las aguas del Lete, después del primer trago olvidaría todo sobre su vida y sería destinado a rondar por los campos Elíseos por la eternidad. En verdad dudó de su pureza, su desconfianza era casi instintiva, como si cada partícula del líquido le advirtiera de un peligro que sólo la intuición puede identificar, muy en el interior, Nilo sabía que el olvido era algo que no podía permitirse, y de haber sabido la naturaleza del elixir letárgico no se hubiera atrevido a probar ni una gota. Y así, sin el más leve indicio de conciencia del peligro latente en las aguas, engulló un trago. Ni mil palabras bastarían para describir el asombro que sintió al ver su rostro reflejado en el agua como si lo observara por primera vez. Él creyó estar viendo una fachada nueva en un edificio viejo. Aunque en realidad, lo que veía era una fachada vieja con interiores recién vaciados y listos para una remodelación. Pero comenzó a experimentar la incomodidad que genera una luz en los párpados cerrados, como si siempre hubiera estado allí. Una realidad terminaba, se hizo consciente de su posición en la cama, acostado, dormido, soñando. Se resistió a abandonar el sueño, pero ya era demasiado tarde, regresar al Hades amazónico ahora era imposible. Y pensar que tan sólo había estado a un momento de conocer los campos Elíseos. Ahora tenía muchas preguntas sobre el mundo que creo su inconsciente y contestarlas ahora dependería únicamente de su imaginación.
Varias horas pasaron después de terminado el sueño cuando la última gota de vida se evaporo del cuerpo de Nilo. Una de las hijas, la más pequeña de todas, se acercó al cuerpo, lo tocó y salió del cuarto. Las otras dos hijas observaban con la sensación de estar viviendo un sueño, una realidad momentánea, un punto sin retorno. La recién viuda sin palabras intentaba asimilar algo inconcebible. Las lágrimas recorrieron entonces un largo camino desde sus ojos hasta su alma, borrando por donde pasaban los últimos vestigios de felicidad. El cuerpo imponente sobresaltaba en medio de la habitación, grande, fuerte, magnifico, sin vida. Y mientras esta se esfumaba, una tormenta azotó los cielos de Caracas. Una tempestad que simulaba el llanto de un mundo que buscaba limpiar el alma de los dolientes. Un sonido peculiar acompañaba a este momento, una jauría canina aullaba al cielo entonando un hermoso réquiem y con la última estrofa Nilo abandonó la tierra de forma tan espectacular que nadie jamás podrá dudar de su grandeza.

Texto agregado el 16-06-2005, y leído por 427 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-07-2005 Soy mexicana y la primera parte de este escrito, me atrevo a decir, es la versión moderna del "Llano en llamas" (J. Rulfo) ¡todo un encanto! pero ¡oh tragedia! la historia tiene un rotundo cambio que quizá, y pensandotelo mejor, no tiene nada que ver... Quiero decir exageradamente muy muy trillado... Manejas bien las palabras, ahora aclarate conceptos. Salud. Ixora
 
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