El cielo ha prorrumpido un llanto de encantamiento.
Perlas de agua se deslizan cuesta abajo,
adornando con corona blanca
la piel agrietada de la madre tierra.

Los cuerpos endebles y húmedos
consienten su destino en paz
desgajándose frágiles hasta exhibir sus almas,
venas ardientes amainando su sed.

Mi rostro está empapado, frío.
Yo también me doblego con obediencia
abriéndose los poros de mi ser entumecido,
indiferencia exterior ante la placidez de espíritu.

(sentidos narcotizados, hojas resquebrajadas
que se extravían y dormitan con el viento.)

Mudez. Sólo tu nombre irrumpe el silencio
de las lágrimas del cielo.
Tu silueta, tu recuerdo, tu esencia
se diluyen con tiempo.

Ya tu nombre y el aguaviento
lo abarcan todo, perfecta unión
que se enraíza a todo lo mortal,
mientras persista la canción del encantamiento.

Ahora un quejido del cielo.
Su llanto sucumbe lentamente, acepta su fatal destino.
Se va sobre sus propios pasos
tras un réquiem cual dulce arrullo de niño.

Sólo una melancolía gris ha quedado,
murmullo inmortal de sueños aletargados.
A lo lejos, alguien pronuncia tu nombre.
A lo lejos.