Durante la guerra civil argentina fueron varios los caudillos que ganaron pública fama más allá de los límites provinciales en los que actuaron, ya sea porque se destacaron por su singular personalidad, por alguna determinada virtud que sus fieles seguidores exaltaban (audacia, astucia, lealtad a los principios, magnanimidad, bravura, capacidad de conducción, de seducción, etcétera), o por haber protagonizado, en aquella época tan dura e inclemente, algún acontecimiento destinado a modificar el curso de la historia. Es así que un halo de leyenda romántica envuelve la meteórica carrera político-militar del entrerriano Pancho Ramírez; en tanto que la indómita trayectoria del riojano Juan Facundo Quiroga provoca, aún en nuestros días, gran admiración; mientras que al fraile-coronel José Félix Aldao se lo recuerda por la intrepidez de sus acciones y por la crueldad con la que trataba a sus enemigos; al gobernador Tomás Brizuela por su inveterada beodez, la cual le deparó un final bochornoso; al general Paz, en cambio, por su reconocida habilidad militar; a Lamadrid, por su enorme coraje, demostrado una y mil veces en los campos de batalla; a Estanislao López, por las picardías con las cuales mortificaba a los porteños, sus eternos adversarios; al cordobés Bustos, por su proyecto institucional frustrado y al oriental José Gervasio de Artigas, por la estatura de estadista continental que muchos le atribuyen.
· Cuando la cantidad no deviene en calidad
De Juan Felipe Ibarra Paz y Figueroa, por el contrario, poco o nada destacable puede rescatarse aun escarbando a fondo en su biografía.
Según parece, el rasgo principal de la vida del que fuera, entre 1820 y 1851, gobernador de Santiago del Estero, consistió en haber permanecido en su puesto durante más de tres décadas, del que se alejó sólo cuando se produjo su muerte, para colmo por causas naturales. Es decir, que su mayor mérito habría sido ése: perdurar. Duró al frente del gobierno santiagueño exactamente 31 años 3 meses y 15 días, falleció en la capital de la provincia a las 10 de la mañana del día 15 de julio de 1851 mientras se encontraba en pleno ejercicio de sus funciones gubernamentales. De ese modo, Ibarra supera en varios años el tiempo alcanzado por Juan Manuel de Rosas al frente del gobierno bonaerense. Su prolongado mandato también aventaja al Supremo José Rodríguez de Francia, que gobernó el Paraguay durante cerca de tres décadas; otro tanto abarcaron en México el inefable general Santa Anna y su sucesor Porfirio Díaz. Es más aún, al cotejarse los períodos de gobierno de los que ejercieron el poder en Sudamérica durante los siglos XIX y XX, no obstante caracterizarse la región por la proliferación de dictadores duraderos, no abundan los que exhiban el lapso conseguido por este santiagueño persistente. (Una excepción es la dictadura de Fidel Castro en Cuba, que suma 46 años de vigencia).
¿Cómo logró Ibarra este récord de permanencia en el ejercicio del poder en una época trasegada por virulentos conflictos institucionales, reiteradas asonadas militares, feroces enfrentamientos armados y unos cuantos crímenes políticos, si no descolló como militar, no contaba con la formación intelectual ni con el talento administrativo del déspota paraguayo, ni tampoco, con la imponente personalidad y la habilidad para la intriga de la que alardeaba el gobernador de Buenos Aires? Como se verá, el secreto de su éxito no radica en ninguna de sus virtudes, si es que tuvo alguna, más bien debe buscarse la explicación en otras razones, por cierto más prosaicas y menos épicas.
· El hombre mediocre
Los historiadores santiagueños que, con gran imaginación procuran reivindicar al “héroe” local, sostienen que Ibarra en su juventud fue un valiente soldado al servicio de la causa de la Independencia. Le atribuyen una relevante participación en el Ejército Auxiliador del Norte que estuvo al mando de Belgrano primero y de Rondeau después, donde se habría destacado en los combates de Las Piedras, Tucumán y Huaqui. También sostienen que, con anterioridad, al producirse en 1806 la invasión inglesa al Río de la Plata, habría formado parte del contingente del interior enviado a Buenos Aires para liberarla del peligro extranjero.
Lo cierto es que su batallón nunca llegó a la capital del virreinato y, por ende, tampoco se trabó en lucha con los anglosajones. Por su parte, concluida la gesta emancipadora, Ibarra ostentaba el rango de sargento, un nivel bajo dentro de la jerarquía castrense, en una época en la cual el arrojo y la idoneidad como hombre de armas se premiaba con generosos ascensos. No obstante, desde 1832 ostentó el título de brigadier con el que lo condecoraron sus acólitos. A propósito de esto, José María Paz, antiguo compañero de cuartel, quien fuera de joven amigo personal de Ibarra y toda una autoridad en la materia, habla en sus Memorias “de la incapacidad del caudillo santiagueño para la guerra”.
Habiendo sido un soldado mediocre, tampoco brilló como intelectual. Cuando transitaba la primera juventud, su madre intentó convertirlo en sacerdote dada su manifiesta inclinación hacia la religión (de niño ofició de monaguillo, una pariente suya fue beatificada, mientras que él, al morir, se hizo enterrar con el hábito mercedario). Con tal propósito, o para que se recibiera de doctor en leyes, lo enviaron a estudiar al Colegio Monserrat de Córdoba, del que desertó al poco tiempo para regresar a los tórridos pagos santiagueños sin título alguno. Este fracaso puede atribuirse a la imposibilidad de financiar la carrera debido a las dificultades económicas que atravesaba su familia de rancio abolengo pero que, por entonces, se hallaba en franca decadencia; o bien, como puede presumirse observando su modesto desempeño posterior en tales menesteres, a su pobre vocación por el estudio sistemático y su indiferencia hacia aquello que significara elevación cultural y adquisición de conocimientos.
· Soldado que huye...
En 1820, con 33 años de edad, siendo responsable militar del destacamento destinado a resguardar la frontera provincial amenazada por los indios, se pone al frente del levantamiento que separa el distrito de Santiago del Estero de la Gobernación del Tucumán, autonomía que, siendo el mayor logro atribuible a Ibarra en toda su vida pública, lo convertirá desde entonces en gobernante absoluto y vitalicio del extenso y semidesértico distrito mediterráneo. Al pertenecer su familia a la reducida elite patricia y terrateniente santiagueña, gracias a la estrecha vinculación que mantuvo desde siempre con la influyente curia local, ello sumado al apoyo militar que, desde Santa Fe, le proveyó Estanislao López en diferentes oportunidades, hicieron posible su encumbramiento y su insólita continuidad en el dominio despótico de la región. El apoyo de López tiene su explicación en que, de hecho, el territorio santiagueño oficiaba de muro de contención de las veleidades hegemónicas de sus vecinos los cordobeses.
Tratándose de una época de encarnizada guerra civil, su estadía en el gobierno no fue siempre apacible. El 31 de diciembre de 1826 tropas unitarias al mando de Francisco Bedoya, enviadas por el general Arenales desde Salta, pusieron sitio y luego entraron en la capital de Santiago del Estero. Allí se encontraron con que el gobierno ibarrista en pleno, junto con buena parte de la población citadina, había abandonado la ciudad poco antes, quemando a su paso los campos y cegando los pozos de agua del vecindario para complicarle el aprovisionamiento a las huestes invasoras. Por cierto, que esta estrategia de tierra arrasada y de éxodo compulsivo no fue idea exclusiva de Ibarra. Ya la habían aplicado otros jefes militares, incluso fue empleada por el general Belgrano en San Salvador de Jujuy cuando dicha ciudad había sido amenazada por el avance del ejército realista. Pero, mientras que este método constituyó un artilugio desesperado para no presentar batalla en situaciones excepcionales, en el caso del brigadier Ibarra se transformó en una costumbre, en su “estilo militar” predilecto.
En efecto, al año siguiente de esta huida programada, reinstalados los funcionarios santiagueños en la capital provincial, se produjo una nueva invasión, ahora proveniente de Catamarca, a las órdenes del gobernador Manuel Gutiérrez, que tomó Santiago el 20 de mayo de 1827. De nuevo Ibarra consideró más adecuado mandarse a mudar antes que afrontar los penosos riesgos de un combate; eso sí, quemó a su paso los campos que no había incinerado en su anterior periplo escapista. Gutiérrez, una vez dominada la plaza, al no encontrar nada interesante que lo retuviera en el lugar, siguió viaje rumbo a San Miguel de Tucumán al frente de su “victorioso” ejército.
Cuando el gobernador fugado, el gabinete y sus fieles seguidores aún no habían terminado de acomodarse de vuelta en el terruño, el general Aráoz de Lamadrid, otro uniformado de maniobras por la zona, decidió apoderarse de la capital (suponemos que motivado por la facilidad con que podía concretarse dicho objetivo). Es así que el 27 de mayo de 1827, otra vez cayó Santiago del Estero en manos enemigas. Como en las anteriores circunstancias, Ibarra huyó y se mantuvo alejado del teatro de operaciones mientras duró la ocupación militar. Luego de un par de semanas, Lamadrid, aburrido quizás de permanecer en un sitio sin gente con la cual guerrear, se fue en busca de Facundo Quiroga, adversario que no esquivaba la lucha.
Tiempo después, cuando el Tigre de los Llanos es derrotado por José María Paz en los campos de La Tablada y Oncativo, se desarticuló el frente federal. El resultado de estas cruciales batallas cambió la relación de fuerzas neutralizando el protectorado que ejercía el santafesino Estanislao López sobre Santiago del Estero. Ahora Ibarra debía enfrentar, sin ayuda, las avanzadas de cordobeses, salteños y tucumanos que pretendían rendir su provincia. Sin embargo, consustanciado con el refrán que dice que “soldado que huye sirve para otra guerra”, nuevamente el caudillo santiagueño decide no presentar combate. En cambio, el 27 de mayo de 1830 renuncia a la gobernación y delega en la Legislatura la misión de nombrar un nuevo gobernador –Manuel Alcorta- al gusto de los invasores.
Como la mano venía más pesada que en otras ocasiones en la medida en que ahora los unitarios dominaban el centro y el noroeste del país, Ibarra decide alejarse y emprende, junto a la plana mayor de su gobierno y escoltado por unos 600 milicianos, la retirada hacia la vecina provincia de Santa Fe, en busca de la protección de su aliado López. Permanecerá un año como huésped del gobierno santafesino donde traba amistad con el canario acriollado don Domingo Cullen, quien se desempeñaba en calidad de ministro y consejero del gobierno del “Patriarca de la Federación”.
Será López, en 1831, el encargado de recuperar por la vía armada la provincia de Santiago del Estero contando con la colaboración subalterna del propio Ibarra, quien, de esa manera, regresa a la “patria chica” donde retoma el poder abandonado oportunamente. En el ínterin, Simón Luna (más conocido como Shimu Negro), boyero analfabeto y borracho consuetudinario, aprovechándose de las pujas y de los tejemanejes entablados alrededor de la primera magistratura provincial, en un descuido se autoproclama gobernador. Sin embargo, permaneció en tan “honorable” puesto apenas 48 horas, dado que le ofrecieron $ 50 para que renunciara, lo que hizo de inmediato, para marchar a la pulpería a gastar el dinero con su “gabinete” en pleno.
Este personaje increíble y su más increíble trayectoria política merecen una GRAGEA aparte, tarea que emprenderemos más adelante. Por ahora, consignamos el dato de que el zambo Shimu Negro, en su calidad de efímero gobernador de facto, consiguió marcar un récord de permanencia inverso al de Juan Felipe Ibarra.
· Hoy un juramento...
Los biógrafos adictos, en aras de cincelar el busto de Ibarra-prócer, procuran presentar al caudillo como modelo de coherencia en materia de actuación pública. Para lograr tan difícil propósito, sostienen que a lo largo de su prolongada gestión habría abrazado la causa de la federación y también la del constitucionalismo, luchando con denuedo por el triunfo de dichos nobles principios que tantos obstáculos debían vencer para imponerse.
Entre los episodios supuestamente demostrativos de tan firme conducta, se destaca la “digna” actitud del gobernador frente al representante de Bernardino Rivadavia que había llegado a Santiago un asfixiante día de verano con el propósito de obtener el apoyo de la provincia a la Constitución centralista que acababa de ser sancionada, la que, dicho sea de paso, también había sido votada por los diputados santiagueños. Felipe Ibarra, para explicitar de modo unívoco su repudio al régimen unitario por entonces vigente, habría recibido al enviado presidencial vestido únicamente con calzoncillos, grosera picardía provinciana que, en aquellos pagos, aún hoy se festeja como sinónimo de valiente voluntad autonómica.
Con similar intención laudatoria se considera una demostración de lealtad a principios irrenunciables -constitución y federación- y a los hombres que se supone mejor los representarían, la prolongada subordinación que rindió Ibarra a Rosas, el gobernador bonaerense que tanto hizo por congelar el federalismo y por diferir la sanción de la Carta Magna que requería la Nación. Merced a tales contradicciones, la imagen de este personaje, cuando se la despoja del velo ponderativo que tejieron sus exegetas, exhibe otro rostro, como lo señala de modo lapidario un historiador apreciado por su ecuanimidad:
“Fue precursor del clásico político que no cambia jamás porque siempre está con el gobierno... Supo recostarse, según viniera la mano, sobre la Liga Unitaria o la Santa Federación, sobre Paz o Rosas, sin comprometerse nunca demasiado... (En definitiva), un oportunista lleno de agachadas...”
Es así que, cuando parecía que el conflicto diplomático y militar entablado con Francia (1839) podría acabar con el régimen vigente en el Río de la Plata, no obstante su reiterada sumisión al dictador palermitano, por un momento amagó con plegarse a la insurrección que en el litoral se preparaba para derrocarlo. Sin embargo, rápido de reflejos, Ibarra dio media vuelta una vez que intuyó que la conspiración fracasaría, mientras que don Juan Manuel, inquieto, lo vigilaba con desconfianza. Idéntica conducta (“prudente”, la califican sus epígonos) exhibió cuando, habiendo participado de las intrigas norteñas tendientes a establecer una alianza con Andrés Santa Cruz (presidente de Bolivia), giró sobre sus talones al enterarse de que el ejército chileno había desbaratado las intenciones expansionistas boliviano-peruanas en la batalla de Yungay.
· Cuando un amigo se va...
Aún permanece en la penumbra histórica el rol que cumplió Ibarra en el tendido de la trampa que desembocó en el atentado que acabaría con la vida de Juan Facundo Quiroga...
De lo que no existen dudas es de su comportamiento deplorable con un amigo en desgracia...
Para una vida jalonada de arrugues y bajezas, como la de Juan Felipe Ibarra, no faltaría un trágico hecho que terminará de delinear el siniestro retrato de tan abyecto personaje...
Finalmente, como se comprobará, la clave de la prolongada permanencia de Ibarra en el poder provincial, estuvo vinculada a una estrategia de embrutecimiento y aislamiento permanentes, con la cual sometió durante décadas al pueblo santiagueño...
Próximamente publicaremos la 2da. y última parte de esta GRAGEA
GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:
· Alén Lascano, Luis: “Juan Felipe Ibarra” en Historias de Caudillos Argentinos; Taurus, Bs.As., 1999.
· Alén Lascano, Luis: “Historia de Santiago del Estero”; Plus Ultra, Bs.As., 1992.
· Barba, Enrique: “Unitarismo, federalismo, rosismo”; CEDAL, Bs.As., 1982.
· Benarós, León: “El desván de Clío”; Fraterna, Bs.As., 1990.
· Bezzi, Jorge: “Don Felipe Ibarra...Tragedia, humor y romanticismo”; Blush (web),2002.
· Bobes, Ivana: “Ibarra”; Monografías.com (web).
· Busaniche, José Luis: “Historia argentina”; Solar, Bs.As., 1984.
· Curiotto, José – Rodríguez, Julio: “¡Arde Santiago!”; El Graduado, Tucumán, 1994.
· Dandan, A.– Heguy, S.: “Los Juárez. Terror, corrupción y caudillos en la política argentina”; Norma, Bs.As., 2004.
· Fernández, Fernando: “El dictador”; Corregidor, Bs.As., 1983.
· García Hamilton, José I.: “El autoritarismo y la improductividad”; DeBolsillo, Bs.As., 1998.
· Halperín Donghi, T.: “De la revolución de independencia a la confederación rosista”; Paidós, Bs.As., 1972.
· Landsman, Manuel E.: “Las políticas de las lenguas en Santiago del Estero”; UN Stgo. del Estero, 1998 (web).
· Luna, Félix: “El año XX. La democracia bárbara” en Historia Integral Argentina – Tomo I; CEDAL, Bs.As., 1975.
· Luna, F. y otros: “Estanislao López”; Planeta, Madrid, 1999.
· Montaner, Carlos A.: “Las raíces torcidas de América Latina”; Plaza&Janés, Barcelona, 2001.
· Paz, José María: “Memorias del general”; CEDAL, Bs.As., 1967.
· Peña, Milcíades: “El paraíso terrateniente”; Fichas, Bs.As., 1972.
· Ramos Mejía, José María: “Rosas y su tiempo”; Emecé, Bs.As., 2001.
· Saldías, Adolfo: “Historia de la Confederación Argentina”; Hyspamérica, Bs.As., 1987.
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