La leyó por quinta vez en voz alta y luego la besó: la miró con admiración, como felicitándose por ser tan buen redactor.
La dobló con precaución, luego cerró el sobre con un rápido pase de la lengua sobre la banda de pegamento. La rotuló con sumo cuidado, siempre pensando en la tía Eliza: era el momento de tomar la palabra de la anciana: hacía años que le ofrecía apoyo para sus frustradas empresas… el orgullo era mal consejero: jamás había aceptado la ayuda.
Pero esta vez era la correcta: ahora o nunca. Este negocio sí era el bueno. Lo había esperado por años y de buenas a primeras aparecía en su mesa: oportunidad única. Las ganancias se triplicarían de forma instantánea y así podría reintegrar el préstamo de inmediato: el orgullo no sufriría.
Depositó el sobre en el buzón del correo y corrió a festejar su entrada al mundo de los millonarios al bar de Fortunato. Entró y, saludando ruidosamente, ofreció una y otra ronda. Nadie tuvo una explicación de porqué el hombre, siempre tan parco y silencioso, se comportaba tan dicharachero y agradable.
Entre los asistentes conoció a Álvaro, con quien charló hasta tarde y mismo que le aceptó gustosamente una docena de copas. Entrada la noche Álvaro se ofreció llevarle a casa, pero nuestro personaje optó por declinar y prefirió tomar el autobús nocturno: no eran tiempos de arriesgar la vida con un borracho recién conocido; tampoco necesitaba de la ayuda de extraños.
Álvaro salió del bar con el volante en la mano izquierda y la copa y la palanca de velocidades en la derecha: en las ciudades del norte, las noches de enero son frías y resbalosas. Nuestro conductor tuvo la feliz ocurrencia de agregarles el efecto whisky, logrando con ello imitar a un esquiador novel: un pestañeo y ya estaba en la banqueta, casualmente frente a la oficina de correos. Un rápido, pero mal medido volantazo, le hizo detenerse sobre el buzón, quien vomitó su contenido por el piso.
Nadie le había visto: echó marcha atrás. Como pudo, levantó lo que parecían ser dos buzones y en realidad era sólo uno. Lo acomodó, levantó algunos de los sobres cercanos y decidió no permanecer más en la escena de la peripecia: el frío no estaba para visitar la cárcel municipal.
El día siguiente, un extrañado empleado de la oficina postal constataría el asombroso avance nocturno del buzón, pero optaría por no decir nada: había demasiado trabajo como para entorpecer las labores de los policías que ya debían estar ocupados con asuntos más importantes, además no había mucho por hacer: el equipo de limpia ya había barrido con los papeles sembrados por la madrugada.
Álvaro comprendió que la ebriedad causa accidentes, pero nuestro soñador personaje jamás supo que una vez más, su orgullo le había hecho una jugarreta. |