Infancias perdidas
Don Julián era bajo, de dedos peludos y cortos antes habían sido más largos, Tenía mucho pelo en la espalda, el que se le había caído de la cabeza decía. Siempre le había acomplejado tanto pelo, ese y el que le asomaba por la nariz. Don Julián ya no se los quitaba, era mayor, mucho, tanto que ya casi no podía ver desde allí, desde el banco del parque, a los niños trepar por el tobogán y deslizarse dando grititos como si no supieran que abajo pararían.
Don Julián los miraba. El no tenía niños cerca de su vida. Los tuvo una vez, cuando era tan pequeño como los que ahora miraba, apenas sin ver, jugar en el columpio. Trepaba, saltaba y se deslizaba y daba los mismo grititos que a los que ahora veía. Los tuvo luego, cuando nacieron sus hermanos más pequeños y volvió a acompañarlos a los columpios, diría que al mismo tobogán, no iba a levantarse a comprobarlo. Hubo más niños, los tuvo a los treinta y no recordaba haberlos visto deslizarse por el tobogán más de dos o tres veces. Con tantas horas en la oficina el tobogán se había hecho pequeño, o los niños grandes, no tenía tiempo de pensarlo, pero los había perdido. Vinieron otros niños, de los niños de antes, más tarde, ya cuando rondaba la cincuentena y a estos algo más los vio. Poco, tampoco mucho. Le gustaba ir y venir a todas partes hacer cosas, llenar el tiempo, correr de aquí para allá, volar como el viento. No, no los había visto crecer y ahora se arrepentía. Cambiaría sus recuerdos sus ilusiones de entonces, su brillante carrera y su apagada vejez por poder sentir nuevamente la mirada de aquellos niños en sus ojos. Por notar el beso en el alma, el amor en su estado más puro, más brillante. Vivir nuevamente la caricia de una mirada pidiendo consuelo y ofreciendo paz. Don Julián había corrido mucho, apenas había tenido tiempo de pararse, otros se paraban cerca de él durante aquellos años por no poder seguir su ritmo. Otros apenas podían darse cuenta de cuando se habían parado, otros, o la vida se lo decía, se paraban deseos, ilusiones, esperanzas y los corazones que las albergaban. Don Julián había seguido corriendo con mirada firme, con seguridad impenitente, con estilo, clase y fuerza. Cada vez iba más rápido en su ya casi solitaria carrera, hasta que poco a poco el combustible de su alma le quemó el cuerpo y este empezó a no permitirle correr. Los que corrían a su lado habían quedado atrás, pero a Don Julián ya no le importaba. Los corazones parados, rotos, parecían estar muy lejos pero sólo tenia que acercarse al cementerio para ver su reflejo en piedra. Don Julián estaba cansado. Ya no quería correr, ahora sólo quería la mirada, el cariño de aquellos niños que en el tobogán eran como los niños de tiempo arrancados de su vida.
Una pelota lanzada fuera del parque cayó a su lado, un niño rubio, de ojos oscuros se acercó corriendo, tras la pelota. Justo al agacharse a Don Julián para recoger la pelota que se había quedado junto al banco tropezó y tuvo que apoyarse sobre la mano de Don Julián que a su vez se apoyaba sobre su bastón.
-Perdone, señor –dijo el niño tímidamente- mirándole como miran los niños cuando creen haber hecho algo incorrecto.
Don Julián lo miró, le acarició el pelo con su mano trémula y le dijo –No guapo, perdona tú. El niño sonrió y Don Julián estuvo largo rato mirando jugar al niño desde su banco. Una última lágrima, de las que brotan del alma, corrió por la mejilla del anciano aquel frío día del otoño de 2070 y al día siguiente volvió a subir al tobogán con todos los niños cuya infancia había perdido.
Manuel Armayones Ruiz