Pasé varias semanas viajando por el desierto, con apenas un fardo cada vez menos lleno de comida, dos cantimploras y un sombrero hecho con vendas del botiquín que tiré a los tres días de transportarlo. Buscaba desesperadamente un lugar donde reposar del calor del día y del frío de la noche. Quería llegar a un sitio donde poder evitar los granos de arena. Esa fina arena invadía hasta los pliegues más recónditos de mi piel, la masticaba sin querer, veía a través de una capa de ella, mi pelo estaba áspero y todo mi cuerpo se retorcía en picores intentando sacudirla una y otra vez.
El porqué del comienzo de mi viaje no merece ser mencionado, sólo decir que formaba parte de una caravana de turistas que fue asaltaba por unos bandoleros nativos, escondidos entre las dunas.
Seguí andando, o más bien reptando y resbalando, hasta vislumbrar a lo lejos un horizonte diferente al que se habían acostumbrado mis sentidos. Vi la sombra de un verdor profundo brillando en la lejanía, era un Oasis. Saqué las únicas fuerzas que me quedaban y corrí como pude hasta alcanzarlo.
Estaba enfermo de calor, sufría una fiebre que se hacía más intensa por la noche, mi cuerpo estaba cubierto de llagas y pústulas, pero la pasión que suscitó en mi corazón aquel oasis me hizo olvidarlo todo.
Como en los mejores sueños de mis inapacibles noches, el oasis era como lo imaginaba: repleto de palmeras, el sonido del agua por doquier, niños chapoteando en la laguna central, azul y cristalina, y mujeres hermosas, doradas por el sol, descalzas y portando cántaros de agua o charlando sentadas en alguna enorme piedra esculpida con forma de banco.
Tanta agua junta me abrumó. No hubo vergüenza, me lancé lo más rápido que mis cansados músculos reaccionaron y me bañé durante tanto tiempo que recobré todo el líquido que había perdido en mi travesía.
Nadie me observaba, acostumbrados a ver esto a menudo, si el peregrino lograba llegar con vida a este paraje. Este fue mi caso, pude vivir para renacer dentro de aquella agua que me pareció mágica.
Buceando olvidé el trágico viaje. Los malos recuerdos se desprendieron junto con todos los granos de arena al rozar el agua mi piel.
Una sonrisa nació de lo más profundo de mi alma y sentí de nuevo la felicidad perdida en alguna duna lejana.
Me tumbé al sol, que ya no me pareció un enemigo cruento, sino una bendición.
Se acercaron los niños para tocarme, simplemente para eso. Corrían, me tocaban, lanzaban un grito y una carcajada y se iban.
Yo no era muy diferente ahora de todos aquellos oscuros habitantes. Mi piel estaba tan quemada por el sol que era imposible ver un atisbo de mi antigua blancura, salvo bajo mis ropajes. Mi pelo, castaño, ahora estaba casi rubio y de mi nariz se desprendía una gruesa capa de piel macilenta.
Entonces, perdido en mis pensamientos, llegó a mis oídos el retumbe de un tambor cercano. Me incorporé y busqué con la mirada el origen de aquella percusión increíble, mas no vi nada.
La curiosidad me corroyó las entrañas y salí en su busca.
Miré detrás de cada palmera, caseta de cañas y piedra, hasta casi pensar que el sonido provenía de dentro de mi propia cabeza. Al voltear uno de los últimos y majestuosos troncos, observé a una niña sentada con las piernas cruzadas y, en el círculo que éstas formaban, tenía dos tambores que tocaba con gran maestría.
Me sonrió mientras aquella música continuaba surcando el aire para acariciar mis tímpanos.
La niña era tan bella como jamás vi ninguna criatura, de ojos salvajes, pelo ondulado y moreno que le caía por debajo de la cintura y que ahora, sentada como estaba, arrastraba en el suelo. Me acerqué cautelosamente y observé que el color de sus ojos era el mismo que el de la laguna, un azul marino, casi negro, intenso y embriagador.
Quedé extasiado y perplejo cuando dejó de tocar y se levantó. Era menuda, con más curvas de las que imaginé al verla sentada tocando. La primera visión que tuve me engañó, no era tan niña. Cierto era que tenía una cara infantil de ojos grandes y atentos, nariz redondeada y minúscula y labios pequeños pero carnosos, pero en su rostro existía la marca que hacía inconfundible a una mujer: la mirada.
Se acercó hasta mí y habló en mi propio idioma invitándome a comidas y bebidas cuyo nombre yo desconocía. Sacié así mi sed y mi hambre. Descansé también mi mente escuchándola hablar y no torturándome en soledad como había hecho estas últimas semanas.
Mis oídos seguían escuchando aquellos tambores, un poco más lejanos, un poco más dentro, pero seguían ahí.
Aquella mujer me contó maravillosas historias sobre ese oasis que era su casa. Habló de incontables viajeros que llegaban moribundos hasta las puertas de ese paraíso y emprendían de nuevo el viaje recuperados completamente.
Su blanca sonrisa me indicaba que estaba a gusto en mi compañía. Sus insinuantes curvas y su tez lisa y dorada me hacían desear estar con ella durante mucho tiempo. Así lo quise y así fue.
Postergué mi viaje a ninguna parte para quedarme con ella una semana, otra y otra… Las lunas pasaron, aprendí a vivir como ellos, aprendí sus costumbres e idioma. Cuidé de los niños, como los demás lo hacían, como si fueran de todos. Pasaba horas hablando con gente, ayudaba a los peregrinos que llegaban absortos. Pero sobre todo lo que me mantenía allí era ella.
Siguió tocando los tambores. Cuando desaparecía de mi lado empezaba a oírlos distantes entre la vegetación y, cuando estaba a mi lado, los oía más lejanos, como si toda su tribu tocase con la misma maestría. Aunque nunca vi a nadie más, ni siquiera a ella otra vez, tocarlos.
Me acostumbré a vivir así, en la paz de aquel paradisíaco lugar, rodeado de horizontes de millones de tostados granos de arena. Ni una sola vez durante el tiempo que estuve allí me adentré de nuevo en el desierto. No lo necesitaba.
Un día, cuando ya habían pasado nueve meses de mi estancia allí, me di cuenta de lo que buscaba la compañía de esa mujer, incansablemente. Me había enamorado.
Caí enfermo. O eso creyó todo el mundo. Deambulaba por las noches como un sonámbulo cazando alimañas acuáticas o mirando las estrellas. Pensaba en ella a cada instante y, cuando desaparecía de mi lado, no abandonaba también mi mente. Su recuerdo persistía día y noche, despierto o en sueños, con ella o sin ella.
Viendo que aquel amor me estaba matando, resolví decírselo el próximo festejo de luna llena.
Era una tradición muy antigua y arraigada celebrar una fiesta de agradecimiento cada vez que la luna cerraba un nuevo ciclo.
Los hombres y mujeres más viejos contaban historias de que el día que la luna no cerrase uno de sus ciclos sería el presagio del final de los tiempos, por ello había que agradecer el seguir vivos aquella noche especial de llegada de la luna llena.
Y la esperada noche llegó.
El sonido de los tambores por doquier. Incluso parecía que aquella canción sin melodía nacía en mi interior y llevaba el mismo compás que mi corazón.
Bailes, risas, alabanzas. Y ella, preciosa como siempre, había elegido un vestido largo de color azul claro. Su pelo se veía recogido con unas tímidas ramitas verdes y en su piel resplandecía la luz de la luna en aquella noche despejada por completo.
A mitad de la noche la llamé a mi lado. Nos apartamos de la algarabía y le confesé mi secreto.
Desnudando mis sentimientos reconocí que mi enfermedad no era otra que amarla en silencio y que por ello había decidido decírselo.
Entonces los tambores callaron. La gente dejó de reír y todo quedó en silencio. Una nube ocultó la luna dejando entrever su resplandor detrás de ella.
Entonces ella habló, con lágrimas en los ojos y sin sonreír, de una antigua leyenda que cuenta que jamás mujer ni hombre alguno nacido en el oasis podrá enamorarse de ningún forastero y que si, por el contrario, es el forastero el que cae bajo los influjos del amor hacia algún nativo, habrá de abandonar el oasis antes de que la última luna llena comience a decrecer, pues de lo contrario se provocaría la muerte del ser amado.
Incrédulo, dije que quería pasar el resto de mi vida junto a ella, pero ella me dijo que debía prepararme para partir. Vi en sus ojos el temor. Mi amor no podría cambiar nada y mucho menos una creencia que venía de muchas generaciones atrás.
Resignado, hube de partir antes de que la luna comenzara a decrecer, sin creer una palabra, pero sabiendo que mi amor terminaba ahí, por muy grande que fuera.
En secreto me hice una promesa: la próxima luna llena volvería al oasis para quitarles a todos ellos esa estúpida creencia y poder así ver consumado el amor hacia aquella mujer que no me dejaba conciliar el sueño.
Partí con el adiós y el cariño de todos los habitantes. Algunos me regalaron colgantes, otros comida, otros recipientes donde llevar agua; y ella me dio un beso en los labios y me regaló una lágrima de cristal en un pequeño cofre. Me dijo que así la recordaría por siempre y que jamás, bajo ningún concepto, debería volver allí, si de verdad la quería, ya que causaría su muerte.
Acepté los regalos y partí cabizbajo hacia algo que ya conocía: el desierto cruel. No quería volver a él, pero esa gente ya no me quería entre ellos por miedo a aquella dichosa leyenda.
Anduve en grandes círculos durante días alrededor del oasis, mirando con asiduidad el interior del cofrecito, que desprendía la fragancia inconfundible de mi princesa.
Todas las noches los vientos traían el sonido de un tambor solitario. Durante el día el sonido era casi inaudible, pero se avivaba con la llegada de la oscuridad y, cuanto más se acercaba la luna llena, más retumbaba aquel tambor que hacía que se me apareciese la cara de mi amada una y otra vez.
El calor no quemaba tanto como el ardor de mi corazón roto.
Seguí manteniendo la promesa que me hice la noche que partí, de volver para rescatar a esa gente de su propia incultura el mismo día de la celebración de la fiesta de la luna llena.
Contaba los segundos. Vigilaba a la luna en todos sus movimientos.
El día anterior hice noche muy cerca del oasis.
Esa noche el tambor no me dejó dormir, al unísono con mi riego sanguíneo y mi corazón, ‘tum-tum’, siguió y siguió. Y una imagen vívida se repetía incesantemente en mi cabeza: Ella. Su sonrisa, sus ojos, su cuerpo, las interminables charlas, sus pequeños pies…
‘Tum tum’. Una hora, dos… Y por fin nació el último día lejos de ella. Nervioso, pasé las horas repasando el plan.
Llegó al fin el momento. Las últimas gotas de agua habían sido guardadas para acicalarme un poco. Al fondo del hatillo guardé celosamente ropa limpia, alejada de la arena.
Era el momento. Mis pasos firmes fueron directos a buscarla con toda la pasión que despertaba en mí aquel amor. Irrumpí en la fiesta y los tambores dejaron de tocar. Algunos hombres fuertes intentaron echarme del lugar llamándome loco en su idioma.
‘La matarás’, decían algunos.
Pude más con mi tozudez que todos aquellos hombres y muchachos intentando en vano empujarme o reducirme. Me desasí de todas aquellas tenazas y corrí gritando su nombre.
Corrí, grité, lloré y por más que lo hice no pude encontrarla. Hasta de nuevo volver al mismo sitio donde un lejano día la hallé. Allí estaba tumbada mirándome, con la cara pálida y los ojos llorosos.
‘Te dije que no volvieras’, me dijo.
Oí de nuevo el tambor, más débil y apagado.
La abracé, la besé y le dije que estaba ahí para cuidarla. Juntos haríamos que desapareciera aquella maldita leyenda falsa y podríamos ser felices.
Entonces un ‘Te quiero’ quebrado salió de sus labios y cerró los ojos para siempre.
El tambor dejó de sonar.
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