(TEXTO RESCATADO DE LA COLUMNA)
Entre las tradiciones que mejor quedaron grabadas en mi mente desde los tiempos de la infancia está la imagen del vendedor de globos; modesto personaje de lento caminar que anunciaba su llegada con un flautín, y como el flautista de Hamelin, hacía salir niños de todas partes, algunos para comprar una de las esferas flotantes, multicolores, brillantes, que aquel hombre liberaba del racimo de mágicos resplandores; los más sólo salíamos para mirar, para alimentar nuestras ilusiones a la vista de aquel espectáculo.
Caminaba por las calles, se estacionaba en las plazas para secar el sudor de su frente o beber un sorbo del agua que llevaba en una botella, recorría los parques, siempre en busca de los niños, siempre sostenido de ondulante ensalada de arcoiris meciéndose en el cielo.
Entre todos los pregoneros, ni duda cabe, el globero era el vendedor más popular, y no sólo para los niños, sino también para los adultos que disfrutaban doblemente: con la vista de aquel chispeante generador de ilusiones, pero también gozaban con las sonrisas de los pequeños; y no pocos se motivaron de esa manera para comprar a sus hijos uno de los globos, y el afortunado vástago desbordaba felicidad al momento de tomar en sus manitas el hilo que impedía la escapada del simpático objeto.
Y qué decir del enamorado que obsequiaba un globo en forma de corazón a su pretendida, corazón púrpura que ella tomaba con alegría y enseguida correspondía con fugaz beso.
Los había redondos, ovoides, corazones, decorados con caras alegres, destacaban los pulpos de largos y ondulantes brazos, simpáticos gusanos, grandes, pequeños, azules, verdes, amarillos, rojos...
Con el tiempo, los globos se convirtieron en los mejores vehículo para hacer llegar una cartita a Santa Claus, a los Reyes Magos, al hermano, a la madre o al padre que estaban allí arriba, más allá de las nubes... sólo así se tenía la certeza de que la carta sería recibida.
Pero hoy en día el oficio de globero prácticamente ha desaparecido, y con este personaje se han ido también todas las ilusiones que despertaba en los niños.
Ayer me tope con un globero, quizá uno de los últimos que persisten en mantener la tradición. Se trata de un anciano que apenas sostiene unos cuantos globos a diferencia de los enormes racimos de antaño. --Es que los niños ya no los compran como antes --me dijo con la mirada puesta en el pasado. Su rostro refleja cansancio, profundos surcos en su rostro hablan de los años vividos, pero no se rinde, lucha porque en las calles permanezca la imagen del globero.
--A los niños de ahora ya no les atraen los globos como era antes, los niños de ahora juegan con otras cosas --dice melancólico mientras se quita el sombrero para secar su frente. Deja ver exigua cabellera blanca. Pero su mente se mantiene ágil, su pensamiento es claro --Es que yo no veo televisión --me explicó --a mí me gusta leer; yo casi no fui a la escuela, pero aprendí a leer, y leo los periódicos, y por eso sé que hay otros países, y aunque no les he visitado sé que los conozco.
Conversé largamente con Don Juan, y me confesó que su mayor desilusión es que sus hijos no hayan querido seguir la tradición, ni sus nietos haya querido conservar el oficio que él aprendió de su padre, y su padre de su abuelo --Ahora prefieren ganar dinero --dijo con tristeza.
Y al término de nuestra conversación compré uno de sus globos, uno grande, rojo brillante, decorado con grecas amarillas y blancas, y al recibirlo en mis manos una sonrisa escapó de mis entrañas, una sonrisa que llevaba muchos años atrapada. Observé que el viejo sonrió contagiado por la alegría que sentí al recibir mi globo, mi hermoso globo. Y después de un rato no pude evitar la tentación de compartirlo con las nubes, y me quedé mirándolo ¡qué espectáculo tan hermoso! verlo elevarse al cielo fue como remontarme yo mismo. Y allí permanecí, mirando hasta que se perdió de mi vista.
Cancún, en la costa del Caribe mexicano.
|