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La desesperación invadió por completo todos sus pensamientos cuando ella dejó de respirar. Por largo tiempo, prefirió mirar su rostro, ya sin rastros de dolor, besarla en los labios para rogarle con la piel que volviera, que sonriera, que no le quitara tanta vida soñada juntos, que se aferrara a su corazón, a sus deseos de futuro incierto. Luego, decidió por fin correr, volar si pudiera, hasta donde las piernas, alas si hubieran, pudieran llevarlo. Correr, no hacia donde, sino hacia cuando su tiempo comenzaba, sabiendo lo que pasaría, sabiendo que la amaría tanto que sería capaz de morir en su lugar, sabiendo tristemente que cambiaría cualquier placer, terrenal o divino, por estar la eternidad junto a ella y que el destino los obligaría a dejar la vida de uno de los dos derramada en tonos rojos sobre los suelos áridos de tan lejanos parajes…

Luego de algún tiempo en el que estuvo tendido sobre las rocas, la noche apagó las luces y su frío lo despertó. Recordó casi de inmediato lo que había sucedido –tantas horas de caminos, tanta violencia desatada en tan poco tiempo, tanta sangre, tanto dolor. El amor que sentía desgarraba su pecho, pero la rabia sólo crecía dócil y maleable, con una calidez reposada y concluyente sólo en el momento necesario. Pero luego de levantarse, realmente se sintió liviano y hasta pensó sentirse libre, incluso de su dolor, pero lo que realmente lo sorprendió fue encontrarse con la imagen de su propio cuerpo, tendido, sin signos de vida, a pocos pasos de donde él ya no producía sombra alguna a pesar de la luna en lo alto. Comprendió que sus heridas habían sido mortales y que su agonía ya había terminado por completo.

Todo era confuso: desde hacía mucho tiempo que se preguntaba sobre esos instantes, sobre el sentir de los muertos, si lo había, sobre las sensaciones perceptibles dentro de ese otro mundo posible. Ahora caminaba en silencio a través de la tierra árida hacia un lugar distinto al de su muerte, un lugar sin universo ni lunas, sin despliegues de poder ni peligros evidentes, un lugar cálido y seguro para dormir y comer sin moverse, un lugar sin palabras necias ni sensatas, un lugar sin esta rabia que, poco a poco, se escondía entre sus pequeños músculos, entre cada pedacito de su ser, un lugar que le sería despojado luego de su nacimiento, ese lugar origen, ese lugar olvido y deshecho de tantas cosas pasadas y recogidas en tantas vidas de ocio por el mundo. Ahora había olvidado todos los festines de sensaciones que lo habían deleitado y torturado por tantos siglos. Ahora era feliz… Claro, sólo por un tiempo.

Texto agregado el 13-06-2005, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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