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PASEO

"Una tarde salí a pasear por mis sentidos... me deslumbré viendo cantidades de tonos de atardeceres en rincones que mi mente escondía y el aroma del mar estaba siempre presente en las galerías de mis pensamientos, escalé cordilleras y crucé puentes colgantes de neuronas.
Encontré por allá algunas flores marchitas y secas en el jardín del olvido, mientras otras por mantenerse frescas, luchaban sin darse por vencidas, aun habiendo sido lanzadas a ese sitio. Éstas me molestaron, hasta llegué a pisarlas, pero se volvían a levantar con toda su majestuosidad cruel.
Busqué sentirme segura, mas a mi alrededor estaban los escaparates de recuerdos por todos lados y eran tantos que muy pronto me sorprendí mirando mi vida, desde mi nacimiento, las despedidas, las lágrimas de mi abuelo, los cambios de casa en Sao Paulo, mi padre cuidando de mi varicela con pétalos de rosa blanca, los miedos, las luces de la discoteca, besos apasionados, explosiones de alegría y rabia, pesadillas, las ganas de huir en el día de mi casamiento, mi belleza adolescente, el nacimiento de mi hermano, mi barriga enorme embarazada, la mirada enigmática de Cristian, los tonos del Pacífico, la imponente cordillera, mis amores vanos, el rostro de mi madre con gesto de reproche...
Sentí vértigos por revivir tantos momentos, corrí a sentarme en una plaza llamada Dudas, allí lloré minutos que me parecieron años, quizá siglos, una sensación de vacío y angustia cuestionaban el porqué lloraba. Mientras escuchaba a lo lejos una melodía que me pareció familiar, no era música, era la risa de mis hijos, la poesía de Rubén Darío en la voz de mi madre, mi nombre dicho por tantas voces y de distintos modos, las carcajadas de mi abuelita, las canciones de Serrat, el ruido fascinante y estremecedor del mar, el sadismo de mi padre, el viento de los Andes, las largas conversas de madrugada con mi prima, las palabras sin coherencia de Marcio, los sonidos en la guitarra de mi primo, la voz de mi tía cantando al cocinar, los “te amo” susurrados en mi oído, el canto de los zorzales de la casa del mexicano, las flautas andinas, el gemido erótico y sensual de mis noches amorosas , el tic tac del reloj en las esperas, las cuerdas del charango, la voz del cantante en la micro en Santiago....
Cerré los ojos para oírlos mejor, el vacío se ahuyentaba a los pocos, era bueno sin duda.
Al abrir los ojos me di cuenta que la Plaza de las Dudas era enorme, hermosa sí, pero quise irme de ahí, no deseaba permanecer en ella, sentí una sombra de dolor, algo triste, me pareció estar pisando en espinos, la brisa comenzó a tornarse un torbellino al sentirla, necesité salir de ese lugar, al mismo tiempo que esa plaza se esforzaba en hacerse agradable para que yo me quedara. Al levantarme algo muy cerca mío me detuvo, era una cajita pequeña, roja. Me sorprendió y mi curiosidad que no es poca hizo que la abriera. De ella salieron aromas de todos los tipos, por un instante me marearon y de nuevo me puse a materializar cada fragmento aromático. Cada molécula que olía me traía un momento, alguien, algo... reía y lloraba. Súbitamente el aroma del mar me tragó, toda yo era el mar, mi piel, mis cabellos, hasta mis huesos y cuando creí aprisionarlo dentro de mí, se escapó y la fragancia se cambiaba por otra y otra y otra.
Tomé la caja y seguí mi paseo, aspiraba... la lluvia esperada olía maravillosamente en la tierra, los piecitos de mis hijos eran dulce de leche en mis narinas, el jazmín de la calle en Sao Paulo donde pasaba al volver de la discoteca era fresco y su fragancia en la madrugada me producía un frescor alegre, mi leche que tanto produje para mis cachorros era tierna y sensual, la espalda de Cristian era una perdición salina, el perfume de mi médico en Brasilia era suficiente, exquisito al punto de llevarme a su consultorio sin sufrir ninguna enfermedad, los cerros de eucaliptos de la playa eran el lugar perfecto para descansar y mirar a lo lejos el infinito azul, mi perfume de bebé era una lluvia de inocencia, me vi recorriendo la barriguita de los cachorritos de gatos con mi nariz y respirar toda su pereza, mis comidas llenas de seductoras hierbas aromáticas, los cabellos de mi madre, los lápices de colores de mi niñez, la harina recién tostada... de repente los aromas se pusieron más débiles y casi imperceptibles. Me di cuenta que otra vez anochecía, ya la Plaza de la Dudas estaba lejos, no sé cuál dirección tomé, sólo caminaba.
Dentro de mí un sentimiento, mezclada de euforia y angustia jamás experimentada, ardía y me arrancaba sentimientos ambiguos, sentí ganas de saltar, gritar, correr. Había hecho un paseo largo, de años, de toda una vida, de mi vida. Había revivido momentos divinos, pero otros ácidos y corrosivos.
Miré hacía atrás y vi una niña, una niña pequeña, con su pelo negro largo con chasquilla, de piel muy alba, labios carnudos y ojos cordiales. Ella me miraba y una sonrisa se dibujaba en aquellos labios, me hacía adiós con sus diminutas y gorditas manos, mientras yo pensaba en cómo no la había visto antes. Cada vez más lejana de mí, vi su pequeña figura entrar en los escaparates, fue ahí entonces que supe que esa niña era yo. Y supe también con el corazón latiendo fuerte, que cada segundo aumenta más esa vitrina de mi vida con sus melodías y aromas, que aunque oscile entre lo bueno y lo malo, es ahí que vive su perfección, exactamente dentro de todas las imperfecciones y de todas las dudas, o sea, dentro de todo lo que hace sentirme viva.

Por Claudia Andrea Rivera Vásquez – abril de 2005



Texto agregado el 13-06-2005, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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