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“Bienaventurados aquellos que ven el mundo al revés... De ellos será el reino de los espejos...” (Don Gelver)

Ese día, y justo ese día, decidí que era el despertador y no yo, el que estaba mal. Sonó, bastante, creo, hasta que su agudo sonido logró destemplarme por completo. Quise tirarlo por la ventana, vi que no llovía, el cielo era negro, pero el reloj seguía insistiendo en que ya era lo suficientemente claro para ser de día. Sin piedad, lo lancé, creo que rompí el vidrio de mi vecino, realmente no me importa. Igual él irrumpe en mi paciencia cada que le da la gana. No sé como, pero sin fuerzas, me levanté, quise ver el espejo, sin luz todavía. Solo me queda prender una vela (mi madre tan devota, siempre deja una en mi mesa de noche). Y cuando por fin mis pupilas se acomodan a la oscuridad, veo ese color en mis ojos que nunca antes había visto, como si el iris de un conejo se desvaneciera. Pude asustarme, pero tenía tantas ganas de sonreír que cualquier miedo desaparecía. Puede que las letras de mi camisa se vieran invertidas, pero pude leerlas tan claro... Quise jugar un rato más dilatando mis pupilas, pero pronto comencé a aburrirme. Sentí frío, la ventana estaba rota y el frío más perverso me congelaba hasta los huesos. Y suavemente, un viento un tanto clandestino apagó de golpe mi vela. Ceguera repentina, el viento paró, el tiempo hizo un breve preludio a la pausa. No sé como – el pulso me fallaba- , pero atiné encendiendo el último fósforo (nunca antes fueron más certeros mis intentos de crear fuego). Y lo surreal surtió efecto en mis retinas algo incrédulas en principio: Me vi, apagando la vela en el más claro de los días, con los ojos blancos de nuevo y una camisa de letras en sincrónico orden. Vi como esa imagen se alejaba del espejo, en total insensibilidad, dejándome allí, en el otro lado, donde sin duda, todo lo vería un tanto diferente.
Resulta que el viento se puso fuerte, pero la llama se le resistía, como enfrentándosele. Y nunca se dejó apagar. Por el contrario, parecía feliz, como bailando al vaivén de la insutil corriente. Resulta también que el despertador no había desaparecido, que era grande, tanto que ocupaba toda la pared, que sonaba horrible, a cada segundo, pero no me importó, pues fui más feliz cuando descubrí, viendo en la ventana, que ya no tenía vecino. De hecho, no había nadie ya. La levedad de mi soledad se hizo menos insoportable. Casi imperceptible. Casi que agradable. Eran las once, esa hora en la que empiezan los bailados bajitos, abajo, en el callejón, donde los vecinos bebían de sus vasos vacíos, regocijados en su tristeza. Se oía el tango, suave, un bandoneón sin letras, letanías sin voces, y las parejas bailándose sin cuerpos. No había nadie. El sonido parecía sedar, haciéndome olvidar del caos que comenzaba en la esquina. Ese caos se hizo mudo con el tango. Los carros patinaban en esa avenida, sin semáforos, sin publicidad, casi en completa simetría, sin afanes. Son las diez, y no veo a nadie en las calles. No tuve televisor, no había radio. El periódico que empapelaba mis pisos desapareció. Ya no podía saber nada del mundo. Y en mi biblioteca muchos libros, pero estaba oscuro, y no podía leer. Igual daba. No entendía nada. Creo que hasta las letras se pusieron en mi contra. Insurrectas, no se dejaban leer. Tampoco querían salir de mis manos. Mi extraña caligrafía inversa me exasperó, pues nunca antes lo experimente a zurdas. Me olvide de los libros, de todo lo que alguna vez supongo aprendí de ellos. Eran las nueve. Me olvidé de las guerras, de las fechas. De tantas historias. No sé porque, pero algo en el aire me hizo sentir que se estaba acabando el odio allá afuera. Que el de adentro se disipaba. Y cuando por un momento quise hacer cuentas, vi al seis lucir como un nueve. Pero ya no me importaba. Ahora también había empezado a olvidar los números, como en cuenta regresiva, empezando en el infinito hasta llegar al mismísimo cero. Eran las ocho. No había casi luz, pero los pájaros no tenían miedo, pues los murciélagos ya no querían enfrentarse a la oscuridad. Los del tango dejaban la melancolía, se iban haciendo niños, olvidaban. Afuera los hombres ignoraban su evolución, el mundo se hacía joven, el agua se devolvía hacia las cumbres, las olas iban mar adentro. La tierra rodeaba a la luna (sería nuestra siempre, a cada segundo disponible). Hasta el asesino se hizo inocente... Ya eran pues las siete. Nunca vi nada de eso. Simplemente lo sentí en el aire que por primera vez llegó antes al alma que a los pulmones, en la sangre que por vez primera recorrió antes mi corazón que mi tonto cerebro. Y me di cuenta que con cada segundo que pasaba, yo sabía menos (nunca supe nada), y que años de racionalidad no servían aun en el más real de los mundos. Que nada sería mejor que toda aquella ignorancia, la insensibilidad a todo temor, la simpleza de la soledad, la sencillez de ese aire, la certeza de que la brújula nunca más señalaría el norte, de que siempre sería mejor dejarse llevar hacia aquel pequeño sur amenizado de demencia. Pero no fue suficiente todo ello, pues a pesar de todo, aun conservaba un poco de mi estupidez. Con algo más de insensatez hubiese evitado ver que ya eran las seis, acercarme al espejo y verme de nuevo al otro lado, prendiendo la vela (en un día despejado) y dejando ver la absurda claridad de nuevo en ambos lados del espejo. Otra vez las letras de la camisa que lleva el reflejo se hacen inversas, y mi vecino me devuelve el despertador, quebrando una vez más mi ventana, histérico, en medio del caos que se oye venir de la autopista. Son las nueve. Tengo clase de diez. Debo irme, la vida sigue igual.

Texto agregado el 05-09-2003, y leído por 261 visitantes. (2 votos)


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