En el porche trasero de la cocina reposaba la gallina degollada, un hilo de sangre dejaba rastro de un destino que no eligió. Al calor de las hornillas, ese cuerpo destazado humeaba con la mezcla del perejil, clavo y yerbas finas. ¡Nada mejor que un buen caldo de gallina!
Mi madre llevaba un delantal manchado con gotas de grasa. Tocada por la luz y con una receta hecha con tomates, lechugas y chiles, convertía como magia, los secretos de la comida en invenciones de colores y sabores. Huchepos, tamales, corundas, natas y una enorme variedad de extrañas combinaciones se exhibían ante nuestros ojos; en un acto instintivo producíamos saliva antes de devorar las viandas multifacéticos y exuberantes que llenarían nuestros estómagos huecos.
Nunca le vi llorar y su fuerza inquebrantable la sostuvo como un viejo roble. Pasaba horas en la cocina, en la hoguera de sus sentimientos, esperando a sus críos con el mejor de sus manjares. Dulce, suave, señora e inmutable se fue quedando sola, prendida a la vida de sus hijos, esperando su regreso con la mesa puesta. Siempre nos ha convocado, fluye, se da, nos sirve. Así se afirma, así juega. Se esparce en las sopas, los moles y las carnes. Se vuelca como ninguna entre las tortillas, las salsas y los dulces. Sus huesos están fatigados, sigue sazonando semana a semana. Le basta con vernos comer para que un sol le ilumina su mirada. Después del placer y la satisfacción que asoman en nuestros rostros, ella se sabe una mujer buena.
Su autoridad muchas veces minó la mía; quise ser a su imagen y semejanza en busca de su reconocimiento sin resultado alguno. Con rebeldía e irritación me escudaba en una pasiva violencia, cristalizada en mi fuerza e impulso, que desarmaban a cualquiera. Más allá de las apariencias, se configuraba el arquetipo de mi alma. Ahora me percato que porto el mismo delantal manchado de grasa; mostrarlo sin barreras, simple y llanamente me reconcilia con ella.
Tejedora de espejismos
cocinera de misterios.
Irreverente, clandestina
y libertaria eres,
también soy tu apetito.
Allí aprendí a cocinar los secretos, vivirlos y callarlos. Las historias se transcriben, se heredan de una generación a otra.
Ahora me espera el fogón para hacer un hogar. El ruido sordo de los sartenes, el milagro del alimento, la evocación de los sabores y los hedores a la distancia, me evocan esos años. Regreso para cocinar de nuevo la vida con los colores de infancia y aquí estoy, a fuego lento, desplumada, destazada, expuesta a los leños.
También descubrí que el paladar tiene sentido cuando sabe a tierra o a sal del hombre que se ama y el olfato tiene acento con olor a huellas del pasado atizado con miel y polvos de canela. El hambre de letras sacian mi sed.
Con la boca cerrada morderé el filoso cuchillo
Me comeré la luna a cucharadas,
con el racimo de uvas haré un eclipse de sol,
con el vino sanaré las llagas heredadas
y con los dientes saciaré el silencio
de la dulce espera.
El fuego es milenario, primigenio. Me calcina por dentro, aviva la flama interior a yerro y pasión. Soy mujer fuego, artífice de la historia transformada en un comal. Cocino la vida. Soy prolija, divido y reparto el pan. Comparto, sirvo, me doy a la medida de mis deseos. En la libertad me afirmo. ¡Ah, siempre la libertad!
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