Hassassin
El sonido de pasos sobre el piso de madera me hizo despertar bruscamente. Durante un breve instante, al abrir los ojos, no reconocí no reconocí la biblioteca de la cabaña en la que me encontraba. Rápidamente identifiqué la procedencia de los pasos: venían de la planta baja, posiblemente del vestíbulo.
Sin pensarlo dos veces, me incorporé del diván (en el que me había quedado dormido mientras leía) y me abalancé sobre mi katana, recargada en un librero de caoba.
Con el mayor sigilo posible salí de la biblioteca al oscuro pasilla. Caminé por él hasta llegar al cuarto de baño, justo antes de las escaleras. Me detuve un momento a escuchar: los pasos eran de una sola persona; demasiado fuertes y audibles.
Al momento sentí que mi alma se liberaba de un gran peso. Incluso solté un suspiro de alivio. Aquellos pasos eran los de un vulgar ladrón, probablemente un joven vago. No representaba ningún riesgo para mí, ni para el secreto que protegía, y me sería fácil dejarlo inconsciente y llamar a la policía para que se hiciera cargo del pequeño malandrín.
Estaba a punto de bajar las escaleras, pero un peculiar sonido me puso alerta de nuevo. Acababa de escuchar como la puerta trasera (en la cocina) se abría con levísimo ruido. Alguien más había entrado en la casa.
Inmediatamente escuché el ruido de pasos cortos y rápidos que se movían en dirección al ladronzuelo, un cuchillo desenvainar y, casi inaudible, el gemido del chico al ser atravesado por el arma. Después comencé a escuchar el susurro que hacía el hassassin al interrogar al asaltante.
De pronto percibí el fatal error del asesino, junto con mi ventajosa posición. Yo tenía el factor sorpresa: el hassassin pensaba que era yo el que agonizaba en el vestíbulo. Me había confundido con el ladronzuelo.
Flexioné mis piernas y, con todas las fuerzas que me dieron mis músculos, salté por las escaleras. En cuanto caí en la planta baja desenfundé mi katana y corrí hacia el intruso, dispuesto a ponerle fin a su vida.
El hassassin logró verme y me lanzó la daga con la que había matado al pobre diablo que intentó hurtar en mi casa. Desvié el cuchillo con katana y le asesté un golpe al asesino, pero este lo freno con cu espada. Di otro golpe y esta vez logré hacerle un corte el brazo.
El tercer espadazo atravesó su cuello sin piedad. Lo miré a los ojos mientras se desangraba, mientras la muerte se apoderaba poco a poco de su alma.
La profunda pena que sentí por su fallecimiento me pilló por sorpresa. Al parecer, sin importar todos esos años de lucha, las pérdidas que sufrimos, las cicatrices que nos marcamos, apreciaba al hassassin. Lo amaba como a un amigo.
Desconozco la razón de tal amor. Incluso ahora, en mi lecho de muerte y después de tantos años, sólo tengo una vaga idea sobre la cuestión. Pienso que lo llegué a apreciar porque me enseñó a luchar y a vivir con honor.
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