-Has permanecido alerta en la ventana por horas- le dijo.
Ella le respondió resignada -están aquí de nuevo-
Aúnque lo sabía muy bien, no asintió, en realidad conocía que estaban irremediablemente perdidos desde que notó el rostro intenso y desolado con que ella miraba la calle en silencio.
Ambos se movieron horas más tardes.
Ya en la cama, intentaron fingir la rutina habitual, pero les resultó imposible.
En la mañana, él cruzó el jardín y observó con sorpresa la normalidad a su paso -no será por mucho tiempo- pensó. Tomó una margarita blanca en sus manos y se la llevó hasta la cama. No estaba seguro del objeto del obsequio, quizá sería impotencia solidaria, o talvés solo buscaba retardar
la dura realidad unos minutos. Ella tomo la flor y mientras la envolvía entre sus dedos, sintió la posesión, ahí estaba, disimulada e imprecisa, pero inconfundible a su memoria. El la miró lentamente, consciente de su pena y como acompañándole, desde los recuerdos comunes de sus cuerpos.
Tomaron el almuerzo, como lo hacen los condenados. El creyó percibir otro ligero espasmo en algún recodo de espacio aún no tomado de su siquis. Ella le reveló, sin mirarle, como también lo había sentido.
Decidieron evadirse en la cena, sin deseos, miraron las noticias de las seis fingiendo exagerado interés, pero a pesar del intento, por un momento se nublaron los resquicios de sus memorias, estallando un vendabal cerca de las ocho.
Por solidaridad de presidiarios, más que por el efecto del sueño, se acostaron a las nueve. Y ya para entonces, se sabían casi sin espacio en sus respectivas conciencias, para todo intento que no fuera común a la posesión compartida.
Al día siguiente, mientras caía la lluvia, ambos consintieron en el momento de anularse por última vez. No todo había sido en vano, quedaban las fotos mostrando, sarcásticas, esa real ilusión en aquel momento decisivo de juventud. Algunos pocos recuerdos traían verdadera felicidad, como la que vivieron en ocasiones en que, por dos sortilegios que nunca supudieron como retener -aúnque habrían dado todas sus pertenencias por atraparlos- se ausentaba el impredecible demonio, el mismo que crecía entre cándidas insinuaciones, para luego tornarlas en maleza inhóspita arruinando toda esperanza de verdadera intimidad compartida.
El regresó del jardín -al que había ido poco antes- con la capa puesta, simulando una encomienda en desafío a la tormenta. Ella le miró, impasible, le tomó la mano izquierda y le invitó hacia la calle.
Caminaron atentos a su dificultad compartida. Cada uno sabía lo que acontecía en la interioridad del otro y podía sentirlo como si la sombra despeinara su propia conciencia.
Al llegar a la esquina 13, cerca de la paroquia y
empapados, un tintineo doble corrió a la par hasta la alcantarilla. Pudieron haberlos vendidos o usarlos en un nuevo intento, pero ambos sabían que el augurio ya era cierto y no tendrían una nueva oportunidad mientras vivieran, al menos, no en este mundo.
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