-Chico, ya no la aguanto.
De niños jugábamos juntos. De jóvenes las corrimos a la par: estudios, fiestas, deportes, vacaciones. Él se casó con Teresa y yo con una hermana de ella, Conchita. Nuestros hijos, todavía niños, estudian y juegan juntos. Y ahora, de pronto, me dice eso: “No, no la soporto más.”
-Qué te pasa, Alejandro, cuéntame.
-Pues lo que hemos comentado tantas veces, ellas han cambiado… tanto Teresa como Conchita, y ya no aguanto.
Alejandro tenía razón. Conchita y Teresa habían cambiado, se hicieron feministas de hueso colorado, o sea feministas crudas, exageradas, fanáticas. Hombres y mujeres debían, según ellas, ser iguales, los mismos derechos, las mismas obligaciones, todo igual.
-¡Si te digo lo último...!
-Dímelo.
-Fuimos al cine. Todavía estaba yo en la cola de la taquilla cuando oigo un barullo y los gritos de Teresa insultando a dos empleados que la traían a rastras.
-¡Cómo!
-Se metió en el sanitario de hombres y no quería salir sin terminar de orinar.
-¿Qué?
-En el mingitorio, Eduardo, ¡de pie! Los empleados me dijeron que lo sentían mucho, pero que dos señores se habían quejado porque los había salpicado de arriba a abajo.
Cuando, después de la conversación anterior, llegué a mi casa, encontré a Conchita levantando pesas. Hacía varios meses que practicaba y sus pectorales y bíceps desbordaban ya todas sus blusas. Empecé entonces a pensar seriamente en lo que Alejandro me había dicho y contado, y, también, en mi relación con Conchita, una relación que se había ido marchitando desde que en mis cumpleaños me regalaba flores, y, muy especialmente, desde que me inscribió en un curso de cocina y, después, en otro de corte y confección. Debo aclarar que esos dos cursos formaban parte de otro más amplio de Formación para Hombres, cuyo programa constaba de cuatro módulos y cuyo lema, palabras más, palabras menos, era el siguiente:”Cocinar, secar el baño después de ducharse o ir a tirar la basura no son causas de impotencia.” De risa, vamos.
Al domingo siguiente, nos reunimos en el squash; Alejandro con una idea y yo con la misma. Lo hablamos todo y lo decidimos. ¿Quiénes mejor que nosotros mismos para hacernos felices? Nos criaron y crecimos juntos, nos conocíamos bien y coincidíamos en todo, en casi todo porque sí discutíamos algunas faltas cuando jugábamos el uno contra el otro, pero eso contaba poco, pues en lo demás estábamos de acuerdo en todo. Así que decidimos casarnos.
Cuando fuimos con el juez, nos dijo, ustedes son gays, ¿no? No, por qué coño vamos a ser gays. Entonces no lo son, dijo él. No lo somos, dijimos nosotros. Pues no hay boda, lo siento, terminó el juez. Luego nos explicó que las leyes permitían los matrimonios entre gays, pero los matrimonios entre machos como nosotros todavía no estaban contemplados.
Han pasado cinco años y cuando recordamos lo de nuestra frustrada boda, nos ahogamos de risa: Alejandro, yo y nuestros hijos quienes pasan con nosotros todas sus vacaciones. Vivimos en Wellington, Nueva Zelandia, y nadie nos molesta. Compartimos un departamento amplio y moderno. Debajo tenemos una peluquería elegante para señoras elegantes. No todas, pero sí bastantes de las que llegan a peinarse tres veces por semana, nos conocen y nos visitan; es fácil y cómodo para ellas pues pueden subir por la escalera interior en forma muy discreta.
La verdad es que nos la pasamos bien. No nos falta nada y vivimos tranquilos. Fabricamos, aquí también, raquetas de squash, nuestra especialidad de siempre. Ya hemos empezado a exportar y nos va cada día mejor. De vez en cuando leemos artículos sobre feministas y nos acordamos de Teresa y Conchita, pero muy pocas veces. |