Ella ha sido mi compañera desde que tengo memoria. Es una relación extraña, se que me perjudica, por supuesto: no necesito que me lo digas. Pero en ocasiones me siento extrañamente orgulloso de ella... será que a veces me ha servido de estímulo, ha sido el empuje, la mínima dosis de energía que necesitaba para vencer cierta inercia, para levantarme y salir corriendo como un enajenado a hacer algo que no sea estar a solas con ella. Ya se que como virtud es bastante pobre, una virtud indirecta se podría decir, lo que pasa es que no puedo renunciar a ella, no puedo sacarla de mi cabeza, es una parte integral de mi mismo.
Ha estado conmigo en mis mejores momentos, una compañera silenciosa y paradójicamente estimulante, recordándome que todo éxito es relativo y que aún la felicidad nunca es perfecta y se tiñe de un suave dolor.
Ha estado conmigo en lo más profundo de mis peores pozos, saltándome a la cara, gritándome enfurecida, torturándome más cuando más yo necesitaba consuelo; o distrayéndome de otros problemas que quizás eran más acuciantes, pero ella siempre se las ingenia para imponerme su presencia.
A veces la siento sólo como un contacto difuso, etéreo: lejano pero sin embargo presente. A veces, como ahora, la veo venir galopando, arrasando todo a su paso, solicitándome a los gritos. Con sus velos rojos tiñe y envuelve mi vista, pinta detrás de mis retinas mágicos y terriblemente bellos fuegos de artificios. Con su voz aguda grita en mis oídos, un silbido penetrante que ruge desde el fondo del infierno. Con sus manos me desgarra, me arranca a pedazos trozos de mi conciencia, me presiona la mente, me estruja las ideas hasta despojarme casi totalmente y dejarme incapacitado. Oh si, aquí está, ella, mi inseparable, eterna y odiada jaqueca. |