-¡Mátenlo! ¡Mátenlo! -gritaba enardecido el público.
-Señor, ¿acaso no escucháis al pueblo?
-No, no debe ser condenado.
-Pero señ...
-Pensándolo bien tenéis razón, un perro como ese no merece la vida, ¡guardias! ¡que le corten la cabeza!
-¡No! Esposo mío, por favor, si aún en tu corazón queda un ápice de ese amor que profesaste, te pido que no lo matéis.
-Ya la orden fue dada; míralo, allá va... ese pobre extranjero.
-¡Esperad! ¡Por favor, por el amor de dios que no lo matéis!
-Dios no tiene nada que ver en esto amada mía -dijo el rey mientras extendía su mano derecha con el pulgar hacia abajo.
En el suelo, frente a los insultos y las humillaciones de la multitud se encontraba el forastero con sus ropas sucias, rotas y roidas.
-Agachad, agachad, ¿qué no entendes? ¡que os agachéis he dicho! -le gritó el verdugo mientras con un brutal y fulminante golpe le tumbaba al suelo. Luego lo toma de sus cabellos, y entonces arrastraba su cabeza hasta la piedra en la que habría de sufrir su maldito destino.
La reina, al ver que lo llevaban definitivamente a su muerte. Exclamó suplicante al rey:
-Al menos... ¡al menos dejadle decir sus últimas palabras!
-¡Aguardad! No lo decapitéis aún, yo también quiero oír esas últimas palabras.
El guardia levanto al mutilado, cogiéndolo por sus ropas ensangrentadas y le dijo:
-No escuchasteis, decid pues tus últimas palabras.
Un fulminante silencio se extendió por todo el coliseo, el forastero se volteo para pasar su mirada sobre la reina y luego mirar fijamente al rey, directamente al fulgor de sus ojos. Y allí, allí fue cuando dijo:
-Yo aún te amo |