Recogía los aplausos que habían quedado tirados sobre el escenario; sus cuerpecitos, algunos ya quietos, otros como pececillos coleteando aún sobre el tablado. Uno a uno los introducía entre los pétalos apretados de los claveles, y si acaso encontraba una rosa, los desmenuzaba cuidadosamente sobre sus sabanas . Así los guardaba de un manojo en un tarrito dorado hecho de sueños deshilachados; los que se le escapaban del alma. Cada día guardaba esos hilillos en el bolsillo de la camisa y en la última función, de pie, en la esquina, tejía a oscuras su tarrito dorado, con los ojos comiendo en el escenario, las manos y barbilla apoyadas sobre el extremo de la escoba y el alma revoloteando sobre el patio de butacas.
En lo alto del escenario, cruzando ese cielo estrellado, una vigueta sujeta el telón.
La limpiadora acicala cuidadosamente el ramito, sube hasta la vigueta y lo pone allí, enfilados uno a uno en sus tarritos dorados. Ya casi está llena la repisa. Llenita de flores y de aplausos, preparados para el día de su debut. Lo hará sola, que es muy tímida. Solo de pensarlo se pone nerviosa. Tan nerviosa que pierde el pie de la escalera. Se agarra a un cabo pero se viene abajo. Abajo con el telón. Llueven lagrimas de mil colores que chisporrotean en el aire. Esparcen aromas de flores frescas que van cubriendo el cadáver más injusto del mundo. Truena una ovación nunca antes soñada. Queda, sobre el escenario, la muerte que al mirarla no puede evitar un aplauso.