Gatos de trapo
A mi abuelo lo mataron en la guerra. Tres tipos entraron en su casa en plena noche y se lo llevaron a rastras. Nadie le volvió a ver nunca. Pasó en un instante de ser una persona a ser un número más en una estadística. Mi abuela le lloró hasta que se le secó el alma, y mi madre creció en la miseria y en la más absoluta de las tristezas, trabajando desde los diez años para ayudar a que sus hermanas no se murieran de hambre. Sudaron sangre para conseguir salir adelante, cada día una lucha, en un pueblo en el que eran mal miradas por la calle, señaladas, tachadas de rojas cuando el único rojo que habían conocido era el de los tomates que mi abuelo plantaba en el pequeño huerto de detrás de su casa. A mi abuelo lo mataron en la guerra. Pero todo eso ya no importa.
Al padre de Celia lo despidieron por dejar su almuerzo, un bocadillo de lomo embuchado, sobre el radiador de su despachito. Su jefe llevaba meses buscando una excusa para echarle, y le acusó de querer provocar un incendio en la empresa, como si el lomo embuchado fuera explosivo plástico. La madre de Celia tuvo entonces que ponerse a fregar suelos por el día y a cuidar ancianos por las noches. Por eso Celia no la veía demasiado. Pero sí veía a su padre, que se dedicaba a convertir el subsidio del paro en botellas de whisky. De vez en cuando le gustaba golpear a su hija con la hebilla de su cinturón. Entonces Celia lloraba, su madre lloraba, y su padre se sentía una basura. Pero todo eso ya no importa. Y es cierto que ya no importa.
Y es que tampoco importa que Norma Jean se dejara morir una noche cualquiera en su cama, atiborrada de pastillas y alcohol. Ni que Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, liderara al pueblo ruso contra los zares, ni que Cristóbal Colón diera casualmente con el Nuevo Mundo, ni que Arthur Rimbaud pasara sus últimos días consumiéndose poco a poco en una ciudad perdida de Tánger, o no sé muy bien de donde. ¿Importa acaso que Adolf Hitler y Eva Braun se suicidaran un día después de casarse, en un bunker perdido en las entrañas de Berlín, o que poco después los aliados ganaran la guerra? Ni hablar. Ni siquiera las nubes importan ahora.
Amanece, o al menos parece que sale el sol, porque la noche comienza ya a disolverse. Parecía imposible que eso ocurriera. Celia tenía guardia y estará aún en el hospital, aunque supongo que pronto volverá, o no. Ha sido larga la noche. Ha transcurrido entre absenta y cigarrillos, sentado en el suelo de la sala que usamos como estudio, en nuestra casa. Nuestra. Qué extraño resulta eso ahora. ¿Nuestra? ¿o de nadie? Qué importa. A mi abuelo lo mataron en la guerra y en realidad nada cambió demasiado. Qué más da que ahora amanezca y yo tenga la garganta reseca y la mente embotada por querer creer que soy como uno de aquellos bohemios malditos que hace tiempo dejaron de existir. Qué más da que Jack Kerouac y el Ché murieran. Ahora son sólo logotipos, imágenes en una chapa. Sus muertes nada significan. Qué más da.
Si ellos supieran. Si todos ellos comprendieran a lo que me enfrento. No es fácil llevar el peso del mundo a la espalda. No es fácil comprender. No es fácil llevar una vida normal, o intentarlo, desde que pasó aquello. No es sencillo, y me da igual que no me crean, o que piensen que digo tonterías. No es sencillo en absoluto tropezarse con algo así e intentar salir indemne.
Aquella mañana parece ahora muy lejana, perdida en algún pasado remoto que ni siquiera me pertenece. El día nació precioso, radiante, como uno de esos días en los que todo parece aún por estrenar. No recuerdo si era lunes o domingo o martes o jueves, pero el cielo relucía, y casi hacía daño de tan azul. Celia aún dormía cuando cogí mi Reflex y salí por la puerta. Para un fotógrafo como yo, desperdiciar un día así hubiera sido un verdadero crimen. Las yemas de los dedos hormigueaban por la excitación, como si supieran lo que iba a ocurrir. Recuerdo que era día de mercado y que fue un gozo recorrer puesto tras puesto observando caras, manos, vestidos, gestos furtivos, ese instante que siempre se está escapando y en el que se esconde una buena fotografía, quizás la mejor de tu vida. Me sentía a gusto, bien, relajado, por primera vez en largo tiempo. Las anteriores semanas en casa habían sido una versión doméstica de la guerra de Vietnam, todo gritos, tensión y malas caras. Un desastre. Pero en ese momento, bajo aquel sol que ya casi rozaba el mediodía, conseguí sentirme algo mejor, como si pudiera al fin coger algo de aire para respirar de nuevo, después de haber estado demasiado tiempo bajo el agua. Recuperé un pedazo de la calma de otros tiempos. Por un momento, incluso sonreí. Casi había olvidado como se hacía. Cerré los ojos y dejé que el sol bañara mi piel unos segundos, o unas horas, no recuerdo bien.
Siempre he querido hacer algo importante con mi vida. Durante años he perseguido una especie de meta siempre desconocida y ahora absurda. Siempre, desde que recuerdo, he querido ser un ARTISTA con todas las letras, imitar a los grandes, ser uno de ellos, uno más en el cielo de las grandes voces. Para mí eso suponía, y me doy cuenta ahora de la soberbia que aquella ambición encerraba, estar por encima del resto, demostrar a la chusma que yo había llegado a otro nivel que para ellos sería imposible de alcanzar. Pero yo no quería únicamente ser aclamado, ser popular. Eso en realidad no era importante para mí. Lo único que yo buscaba era el lograr de verdad hacer un trabajo espectacular, conmovedor, algo realmente sobrecogedor y más poderoso que la propia vida. Eso es lo que siempre he intentado encontrar. Lograr una obra de talla universal, algo indudablemente maravilloso, apoteósico, eternamente bello y único. Mirando hacia atrás, no creo que haya conseguido nunca ni tan siquiera acercarme a algo así. Amanece, y otro trago de absenta hace arder mi cuerpo en una explosión verde, la garganta reseca de tanto tabaco y Celia que sigue sin aparecer. El sol comienza a asomar por encima de los edificios. Nunca me faltó dinero con que pagar mis facturas. Maldita mariposa traicionera.
Seguí allí sentado un rato más, en aquella pequeña y agradable terraza bañada por el sol. Tiré un par de fotos sin importancia, si es que realmente algo así puede decirse de alguna cosa. Me levanté de mi sitio, pagué y me marché de ahí un tanto reconfortado. “Seguro que las cosas con Celia pueden arreglarse, amigo mío” pensé entonces. “Seguro que sí. Son muchos años de amor y caricias y café por las mañanas como para ahora echarlo todo a rodar.”
Pero es que de pronto todo se ha vuelto tan complicado, tan áspero. En algún momento la complicidad se marchó sin hacer ruido, y quedamos los dos solos, perdidos en un enorme apartamento, buscando sin encontrar. Hace unas horas, antes de que se marchara a trabajar o quizás antes de que se marchara de mi lado para siempre, tuvimos una terrible discusión, y yo me quedé con las manos vacías y el pecho vacío y ahora los estoy intentando llenar con alcohol, como si de esta manera fuera a encontrar lo que he perdido, lo que ya no existe o se ha escondido o se ha derrumbado. Pero de todas formas, ¿qué importa todo eso? Hace tiempo que la Guerra terminó, y ya nadie se acuerda de mi abuelo, ni de tantos otros, fusilados, torturados, exiliados viviendo una vida que no era la suya, que no les correspondía, que otros les forzaron a elegir. Todos ellos rotos, marcados para siempre. Pero eso no importa. Y es verdad que ya no importa. ¿Qué podrá importar que Celia ya no me quiera, que todo esté acabado, que ella y yo nunca más seamos ella y yo? Nada, nada en absoluto. Quien crea que no es así no es más que un necio.
Seguí caminando, concediéndole un respiro a mi vida, abrazándome vagamente a aquel sol cálido del otoño entrante, a aquella magnífica mañana de fotógrafo. Lentamente me fui acercando a casa, paso tras paso tras paso. Pensaba en muchas cosas al mismo tiempo, y casi podía soñar con que todas se arreglaran de algún mágico y misterioso modo, como en las películas Entonces vi algo que me llamó la atención. ¿Y a quién no le hubiera llamado la atención esa preciosa y palpitante mariposa que vi posada encima de unas quietas, enormes e incitantes flores blancas? Qué espectáculo, señores. Por un instante quedé petrificado, observando atónito. Un segundo después mi instinto me llevó a acercar mi objetivo tanto como me fuera posible a aquella maravilla que se abría ante mis ojos. ¿Cómo no capturar aquel momento? ¿Cómo no dejarme llevar por aquello? Me fui aproximando hacia ella, hacia la mariposa, con cuidado de que no saliera volando. Era una escena perfecta, la explosión irisada de aquel insecto magnífico contra aquellos rosales blancos, puros, tan hermosos. Pequeños calambres me recorrían la nuca. Si conseguía hacer aquella foto, la mañana habría merecido la pena de verdad. De pronto en mi cabeza se dibujaba claramente que la solución a todos los conflictos de mi vida pasaba por tomar una buena foto de aquella mariposa. Por Dios, era tan bella. Allí estaba yo, a escasos centímetros de ella, y ella no se movía, simplemente se dejaba mecer por la brisa y parecía esperar. Enfoqué con cuidado. Calculé la luz. Bajé el dedo lentamente hasta ya casi rozar el pulsador. Sin previo aviso, la mariposa aleteó. Y en aquel momento, todo se vino abajo.
No puedo explicar qué fue exactamente lo que sucedió cuando aquella mariposa movió las alas. En realidad fue sólo una pequeña, diminuta, insignificante fracción de segundo, pero bastó para hacerme comprender. Bastó para desmontar mi pequeño y precario mapa del mundo, para desgarrarlo y quemar los pedazos. Aquel leve, ligero huracán me levantó por los aires de una bofetada y me lanzó directo contra una enorme montaña de escombros y huesos calcinados y cuerpos descompuestos con la fuerza de diez mil titanes. Pero en realidad yo ni me moví del sitio. Es más, ni siquiera pude hacer otra cosa que permanecer quieto, fósil, gimiendo levemente, paralizado y confuso, de pronto inconexo, despegado de la realidad, mi cuerpo recorrido por relámpagos y tormentas y nimbos y fuegos fatuos y galaxias muriendo. Los ojos siguieron aún unos minutos clavados en el nimio y a la vez infinito insecto, que había dejado de moverse de nuevo, quieto como estatua. El corazón se me había disparado y respiraba con dificultad, aún no sé si llevado por la emoción o por el miedo. La mariposa acabó marchándose, revoloteando en la mañana como si nada hubiera ocurrido, como si no acabara de hacer desmoronarse toda mi existencia. Celia aún guardaba cicatrices causadas por su padre en su piel infantil. Pero ¿qué podía importar eso, después de lo que acababa de presenciar? No estaba seguro, pero algo en el fondo de mi ser me decía que había asistido, sin quererlo y en primerísima fila, al espectáculo eterno de la creación del universo.
Después de aquello me desmayé, y no volví a recobrar el conocimiento hasta que un anciano enjuto y algo encorvado decidió ayudarme a levantar. Llovía, y yo estaba empapado de pies a cabeza. Miré a mi alrededor, completamente ido, sin saber donde estaba, ni lo que ocurría. El viejo me observaba, algo preocupado por mis ojos perdidos y mi aspecto de pobre diablo sin juicio. Yo no le hice el menor caso. Eché a andar con paso inseguro, tambaleándome, renqueando un poco, con la vista nublada por el agua y la tristeza. La mariposa llenaba mi pensamiento, haciéndome insensible a lo que pudiera pasar en el mundo exterior. De esta manera, absorto y aterrado, llegué a casa, después de no sé cuantas horas de vagar sin rumbo por las calles de la ciudad, gris y monstruosa ahora, lejos del refugio acogedor que me había parecido unas horas o días o siglos atrás, quien sabe. Introduje las llaves en la cerradura de mi casa, tan extraña y ajena de pronto, tan fría. Recorrí sus habitaciones en una especie de letargo amorfo e hiriente. Celia estaba ahí, en la cama, durmiendo el cansancio del trabajo de la noche anterior, desnuda y frágil, a miles de kilómetros de mí. Me quité la ropa mojada y ni siquiera me molesté en dejarla a secar. Después me metí en la cama y las sábanas se convirtieron en un enorme desierto blanco en el que ni siquiera llegaba a adivinar la silueta de la que por tantos años había estado junto a mí, dándome su calor.
Desperté, sudoroso y frenético, emergiendo de una pesadilla que luchaba por agarrarse a mi piel aun estando despierto. Por un momento recé para que aquella terrible sensación de vacío hubiera desaparecido junto con mis sueños, disuelta entre el sudor de las sábanas pringosas. Pero entonces me acerqué a la ventana, miré hacia la calle y solo vi cadáveres. Se movían y respiraban, pero yo sabía que en realidad no eran más que desechos. Toda esa gente, aquellos fantasmas que se agitaban en las calles, intentando sacar adelante sus míseras vidas, que nada tenían de especial, afanándose en sobrevivir a cualquier precio, peleando, devorando, aniquilando. Y confiando siempre en algo más allá, confiando en salvarse de la quema, convencidos de que cada uno de ellos era único y mucho mejor que el resto. Una turba de primates sucios y alienados, moviéndose alegres por los caminos que otros les marcaban, como en uno de esos desfiles de risueñas calaveras mexicanas, con sus sombreros mexicanos, y sus cartucheras mexicanas y sus macabras sonrisitas mexicanas. Esa era la verdad. Lo sabía, era algo innegable. Entonces, qué importaba cualquier cosa que cualquiera de ellos pudiera hacer. Qué importaban sus dioses, sus oraciones, sus ritos, sus tradiciones supersticiosas. Escribir una sinfonía tenía exactamente la misma validez que escupir en el ojo de un moribundo. Ninguno de ellos podía aportar al mundo nada de valor, porque nada tenía valor. Todo allí fuera estaba muerto, y seguía lloviendo y lloviendo, y anochecía poco a poco y Celia no estaba y yo había perdido de un solo golpe todo lo que me convertía en ser humano.
Nada ha cambiado desde entonces. El sol está ya alto, brillando con fuerza en esta mañana de un día que será exactamente igual que el anterior y que el siguiente. La rueda sigue girando, y nada de lo que yo pueda decir o hacer va a detenerla. Ojalá eso fuera posible. La botella se ha terminado, y apuro las últimas gotas lamiendo directamente la boca de la botella. El último cigarrillo se consume entre mis dedos sucios de ceniza. Sé que Celia será más feliz en otra parte, con otras personas que le quieran como ella merece. Al fin y al cabo, ella sigue creyendo en las personas, en su bondad, en su solidaridad y en todas esas cosas en las que yo nunca llegué a confiar del todo. Quizás sea yo el que me marche. Quizás escape hacia otro lugar, lejos, muy lejos, aunque sepa que nunca podré evadir por completo esta realidad. Dejaré aquí a Celia, para que rehaga su vida con personas buenas y de verdad cariñosas y amables. Dejaré que se dedique a su trabajo y a sus pinturas y a hacer esos flanes de coco que le gustan tanto. Estoy desnudo, aunque no recuerdo en qué momento de la noche me quité la ropa, y la brisa de la mañana me reconforta un tanto, haciendo bailar ligeramente el vello de todo mi cuerpo. Un breve y débil escalofrío recorre velozmente mi espalda. Estrello la botella vacía contra la pared y el cristal se hace añicos y salta en pedazos por toda la habitación y yo me siento tan mal. No hago más que pensar en todo el tiempo que he desperdiciado a lo largo de mi vida, las personas que he conocido, las tardes muertas, las discusiones, las conversaciones vacías, las mañanas frente a la televisión, los viajes en metro, y me odio a mismo por todo ello y por todo lo que vendrá y por no poder hacer nada para decir basta y que todo el mundo calle y deje de pelearse todo el tiempo por intentar escupirte sus opiniones sin tener en cuenta a los demás.
Al fondo del estudio hay un lienzo enorme sobre un caballete. Está cubierto por una sábana blanca algo sucia. Celia lleva meses trabajando en ese cuadro y en ningún momento ha dejado que yo lo vea. Días y días de esfuerzo, lanzándose sobre la tela con una pasión que hacía tiempo no veía en ella, como si el resto del mundo no existiera. ¿Qué será lo que hay debajo de la tela? Algo muy importante para que Celia lo protegiera con ese celo casi enfermizo. Puede que nuestro amor se hubiera transformado ahora en una extraña danza de la muerte bailada sin mucha gracia sobre un precipicio, pero no por eso, o quizás por eso mismo, ella dejaba de pintar a todas horas, no por eso dejaba que ni tan siquiera me acercara a ver su trabajo. Normalmente yo siempre había sido testigo mudo de todas sus obras. Ella siempre se había tomado la pintura como una afición, algo relajante que hacer mientras yo tomaba fotos o revelaba en el laboratorio. Antes, hace ya no sé cuanto, a mi me gustaba fotografiarle vestida con sus viejas camisetas de Janis Joplin, llenando de colores y formas lienzos y más lienzos. Estaba preciosa con el pincel en la mano y la cara siempre manchada con óleo. Después de eso, solíamos hacer el amor una y otra vez allí mismo, sobre el suelo de madera del estudio. ¿Qué es lo que este cuadro tiene de especial, Celia?¿Por qué nunca me lo has dicho?¿Algún secreto? ¿Algo que yo no debo saber? Voy a quitar esa sábana mugrienta de ahí y veremos entonces que es lo que se esconde bajo ella.
De pronto, unas llaves se escuchan en el rellano, y mi cabeza se vuelve hacia la puerta de entrada, que comienza a abrirse lentamente. No sé si deseo que Celia vuelva. Me giro de nuevo y me quedo quieto, mirando la pared fijamente. Es ella. Escucho sus pasitos cortos y agitados, como si siempre tuviera mucha prisa en llegar a ningún sitio. El ruido de sus tacones se aleja por el pasillo. Cierro los ojos y suspiro, aliviado. No puedo mirarle a la cara, me siento incapaz después de tanto grito y tantas verdades como ha habido esta tarde. No me siento con fuerza ni con ganas. Hundo la cara entre las manos. Todo el cansancio y el sueño y la inquietud de días han caído sobre mi a traición. Pero no me atrevo a volver a esa cama, con ella una vez más. No sé si llorar. No sé si debo llorar o estar callado y sereno o reírme a carcajadas. No sé qué puede ser lo más adecuado ante esta situación. O si existirá siquiera algo adecuado que hacer.
“He traído churros”, se escucha tras de mí. Me vuelvo y es Celia, y tiene una cara tan cansada. Pero algo en ella me hace ver que quizás haya alguna esperanza en esta tierra de locos. Quizás sea algo en sus ojos, o esa esquiva sonrisa perfilándose en la comisura de sus labios. La miro y no digo nada. Me tiende la mano, sin decir una palabra, manteniendo la mirada, invitándome. Me ayuda a levantarme, lo que hago no sin dificultad. Músculos agarrotados, ojos vidriosos, aliento a pantano. Me lleva de la mano hasta el misterioso cuadro y yo la miro y miro el cuadro y la miro y no sé qué decir. Celia agarra un extremo de la sábana y tira hacia si con fuerza y mis ojos casi estallan cuando la magnifica magnifica magnifica mariposa de mis pesadillas emerge del lienzo para golpearme entre los ojos con sus alas de millones de colores. Ahora sí. Llegó el momento de llorar, de caer al suelo entre sollozos y soltar todo lo que he estado guardando en mi interior durante tanto tanto tiempo. No puede ser, ella lo ha conseguido, la ha capturado. Yo no fui capaz. ¿Qué significa todo esto? Creía haber sido testigo de excepción de un espectáculo incomparable que convertía en puro circo todo lo real. Y ahora resulta que esta mujer, esta chiquilla pequeña y frágil ha logrado... ¿Cuál es la verdad entonces?
Me incorporo bruscamente empujando a Celia que se había agachado a mi lado para saber qué era lo que me ocurría. Me lanzo hacia la ventana. Necesito aire. Con los ojos empañados en lágrimas intento recuperar el aliento que parece escaparse sin yo quererlo. El brillo del sol hace que cierre los ojos, deslumbrado. Me apoyo en al alféizar y observo la calle, con sus coches y sus peatones y sus perros y sus semáforos. Respiro. Profundamente. Una niña vestida de blanco me saluda desde un balcón del edificio de enfrente. La miro un instante y le lanzo un beso. Ella sonríe con todos los dientes y vuelve a entrar en su casa. No la conozco de nada. Siento como Celia se acerca a mí por detrás. Siento su calor y su olor a violetas. Siento sus manos recorriendo mi vientre, su cuerpo juntándose con el mío, la suavidad de su abrazo. “Ya no te quiero” me susurra, acercándose a mi oído. Bajo la vista hacia las aceras recién limpias y sonrío. Hoy hará calor de verdad. Quizás vivir sea esto.
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