El hombre detuvo su marcha cuando hubo alcanzado la cima de la lomada. Desde allí, jadeante, observó todo el panorama a su alrededor. Hasta donde alcanzaba su vista no veía otra cosa que hielo y nieve cubriendo las suaves ondulaciones de la llanura extendida hacia la imponente cadena de altas montañas, que a lo lejos, mostraban un color azulado y cuyos picos nevados horadaban una densa masa de nubes plomizas.
El frío glacial cubría todo el planeta, pero en la geografía por donde el hombre caminaba era aún más intenso. Se sentó sobre la nieve dejando el hacha de piedra al alcance de su mano, acomodó las pieles con las que protegía su cuerpo y ajustó los retazos de cuero atados con tientos a sus pies. Algunas aberturas en su vestimenta revelaban una constitución fibrosa cubierta por largo y grueso vello, en su cabeza la barba y el pelo, muy largos, eran una sola masa negra parcialmente moteada de hielo y nieve.
Extrajo de un pliegue en las pieles, a modo de bolsa, restos de un gran roedor congelado, lo golpeó fuertemente contra el suelo para quitarle la rigidez y desnudando una hilera incompleta de poderosos dientes amarronados trató de desgarrar algo de la carne congelada del animal. Mientras masticaba dificultosamente el duro bocado, sus ojos alertas oteaban las proximidades, siempre temerosos de la aparición de algún depredador.
En su ruta, que simplemente era la de las aves y de algunas especies de mamíferos que migraban al sur, que él seguía sin saber porqué, había tenido la fortuna de poder eludir los grandes peligros. Pero desde la noche anterior escuchaba, con largos intervalos, el rugido de una fiera que probablemente estaba sobre su rastro, que sin duda lo alcanzaría si la oscuridad lo detuviera. De tanto en tanto, las aletas de su nariz se expandían rítmicamente husmeando olores en el aire y su corazón latía aceleradamente.
En la zona que atravesaba no tenía protección, la ausencia de árboles era total, por eso debía llegar a las montañas lo antes posible. Allí, encontraría una cueva donde guarecerse del frío, y altura para resguardarse del ataque de las fieras. Sentía cansancio, pero el recuerdo de otros hombres como él, en posición de reposo, tiesos como el roedor que masticaba, le prevenían contra el sueño, además no debía ceder terreno. Recogió el hacha, se puso de pie y continuó su camino a buen paso.
El hombre tenía pocos recuerdos, solo memorizaba lo que le servía para sobrevivir. Hacía mucho tiempo que caminaba solo y su única esperanza cifraba en poder superar una noche más. Cada día, una noche más, así desde siempre. El hambre y el miedo eran sus sensaciones predominantes. Su garantía de vida, la filosa hacha de piedra y el instinto de la caza en el que ponía en juego toda su astucia, destreza y experiencia. A veces, cazando, veía algún mamífero hembra amamantando a su cría, entonces lo invadía un sentimiento placentero, que tenía que ver con un vago y lejano recuerdo de la proximidad de los pezones de la hembra que lo había traído a un mundo solitario, helado e inhóspito La misma que le había enseñado a protegerse del frío y a buscar comida.
A esa imagen agradable, seguía ineludiblemente, la angustia y el horror de la noche en que las fieras atacaron la cueva donde dormía el reducido grupo de humanos que integraba. Los rugidos ensordecedores de las bestias, con sus ojos sanguinarios resplandeciendo en la oscuridad total, lacerando con sus largos colmillos y afiladas garras los cuerpos aterrorizados e implorantes de sus presas indefensas, el acre olor de la sangre, la pestilencia de las fieras y los aullidos desesperados de dolor, aún después de tanto tiempo, torturaban sus sueños. Aquella noche, enloquecido por el pánico, había alcanzado la boca de la cueva Tropezando, una y otra vez, había huido en la oscuridad corriendo espantado, sin rumbo, hasta caer en el río de aguas heladas, cuya corriente lo había alejado de aquel tenebroso escenario.
No recordaba como había sobrevivido a aquél torrente de agua y hielo, pero desde esa noche, tan terrible y lejana, había estado solo. Pero las noches siempre volvían, y con ellas el terror. Los ruidos que producían las alimañas al desplazarse o el zumbido del viento lo despertaban instantáneamente, entonces todo su cuerpo se petrificaba, un frío sudor humedecía sus manos y su corazón parecía detenerse. Husmeaba el aire helado en la oscuridad tratando de percibir el fétido hedor de las bestias, inmóvil, conteniendo el aliento.
Luego, cuando se convencía de la falsa alarma, trataba nuevamente de dormir, en posición fetal, arrebujado entre sus harapientas pieles tratando de acaparar al máximo el escaso calor que emanaba de su cuerpo. Algunas noches, se tendía boca arriba en el eventual refugio nocturno que lo cobijaba, mirando el cielo estrellado, y por unos momentos, sus ojos maravillados reflejaban el milagro de la creación y su alma se colmaba de paz.
La llegada del día siempre era tranquilizante, si bien la luz no eliminaba el peligro, el poder anticiparlo equiparaba un tanto la chance de sobrevivir. El sol, cuando las nubes invernales permitían verlo, era la gran bendición. Sentir la tibieza de sus rayos inundaba el corazón del hombre de agradecimiento porque esa cosa inexplicable, en lo alto, que no se debía mirar, lo postraba en adoración.
Ya había caminado mucho desde su última detención, el frío arreciaba y el viento polar formaba remolinos de nieve. Pero las montañas que ya no eran azules, sino parduscas, se veían mucho más grandes. La luz había disminuido, el hombre supo que se aproximaba la noche. Al escuchar una vez más el amenazante bramido de la fiera, el terror acicateó sus piernas y echó a correr. Su figura oscura se recortaba, patética, contra la blancura del paisaje mientras corría bamboleante, hacha en mano, tratando de mantener el equilibrio en el desigual y resbaladizo suelo nevado.
Sentía mucho miedo, pero ese miedo no nublaba su pensamiento. En la desesperada carrera, elegía el lugar exacto por donde abordar la montaña, sus ojos sagaces y movedizos buscaban metro a metro el mejor terreno donde pisar. Su cuerpo estaba aterido por el frío, dolorido. Sus curtidos pies, llagados, y el aire gélido lastimaba sus fauces al respirar, pero el deseo de llegar lo proveía de fuerzas ignoradas.
Con la última luz del día alcanzó las primeras estribaciones de la montaña y comenzó a subir. Su corazón rebozaba de alegría, ni el hambre ni el cansancio, ni las heridas de una larguísima travesía turbaban la felicidad de haber alcanzado el objetivo. Trepando, con agilidad recobrada, por las rocas más asequibles, fue ganando altura. A unos doscientos metros sobre el nivel de la llanura descubrió una pequeña caverna a la que se accedía por una estrecha fisura en las rocas. Su interior estaba seco y protegido del viento. Buscó grandes piedras, y desde adentro, fue obturando la entrada dejando solo en lo alto un pequeño respiradero.
La noche había caído en su plenitud. El hombre, luego de terminar los que quedaba de su comida, tendió una piel en el suelo y se cubrió con las demás. Su cuerpo se relajó, una tibia lasitud lo fue invadiendo. Por la pequeña abertura en lo alto, observó agradecido un lejano cúmulo de estrellas. Distante, el rugido del tigre atronó la oscuridad en la llanura, pero el hombre apenas lo escuchó Dormía con una tenue sonrisa dibujada en sus labios.
Sin miedo.
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