Allí estábamos todos. Augustos y cabizbajos. Todos de negro y sin velos. Éramos tal como nos mostrábamos y tal como nos conocíamos a nosotros mismos. En lugares como ese uno se olvida de máscaras y se convierte en él. De repente se da cuenta de muchas cosas, se conoce un poco más y por vez primera se da cuenta de la cercanía de la muerte. Recuerdo que lloré amargamente. Acababa de enterrar a mi hija, pero no era por ella por quien mi corazón se resentía sin medida, se contorsionaba en lágrimas grabadas a fuego. La dulce niña Shally estaba arrodillada ante el altar. No podíamos ver su rostro, pero sabíamos que miraba a su madre y que lloraba. Sí, sabíamos que lloraba. La duquesa de Torre acababa de fallecer de un ataque al corazón y la pobre niña, la dulce Shally, se había quedado huérfana. Huérfana y sin aliento. Una pequeña duquesita de ocho años, de ojos candorosos y energías descubiertas que ahora se apagaba junto a su madre, se consumía ante la muerte. Tranquila, sólo duerme. Mañana, cuando te levantes, ella estará de nuevo a tu lado y te contará dulces cuentos de hadas.
Pero el mañana había muerto tras un velo de soledad intangible y no había palabra que saciara la caída de la pequeña Shally. Ya sólo quedaba yo a su lado. Ni padres ni hermanos, sólo un anciano descompuesto por la edad y con síntomas de clímax. Un anciano que tenía que apoyarse en un bastón para poder disponer de movilidad. Un anciano que no sabía si podría volver a mirar con una sonrisa en sus labios después de este día. Me habían quitado a mi hija. Los médicos decían que el ataque había sido Terminal y que no habían podido hacer nada. Pero mintieron, la dejaron morir. No obstante no valían en ese momento lamentaciones. Había perdido a mi esposa, había dicho adiós al padre de Shally y ahora le decía adiós a ella. Mi dulce niña se iba. Ya sólo quedaba una pequeña personita envuelta en lágrimas, casi una muñequita de porcelana a la que debía cuidar y enseñar. Una luz joven que debía crecer antes de que esta casi oscuridad que era mi vida se apagara por completo.
El sacerdote terminó en un amén los rezos y, en fila, los asistentes empezaron a desfilar para darnos el pésame a la niña y a mí y para observar el maquillado rostro de la muerta. Shally se levantó y me miró. Lloraba. No me dijo nada y se irguió. Sus ojos miraban hacia la puerta abierta de la catedral. La gente se arrodillaba ante ella le decía palabras insulsas y besaba sus mejillas. Ella seguía llorando y el tiempo pasó.
Los que se acercaron a mí inventaron mil palabras, como lo hicieron con ella, para tratar de saciar mi pérdida, pero nada podían hacer. Sólo una persona, sólo un hombre, un amigo me miró a los ojos y sin decir palabra me abrazó. Lloró conmigo y siguió. Era el hermano del fallecido padre de Shally. Pasaron horas y la tragedia se trasladó del lugar sagrado a la mansión de los que eran Duques de Torre. Los pasillos, las habitaciones, los grandes salones. Todo era ahora silencio. Enterramos a mi hija. Lloramos y nos dejaron solos. Yo miraba por una ventana cómo un gorrioncillo se había posado sobre la rama de un Olmo del jardín. Miraba cómo picoteaba con encarecido afán la rama buscando algo de provecho para su familia. El hombre que me había abrazado también estaba con nosotros. Tenía una copa de vino en la mano y estaba sentado sobre el piano tocando con la mano derecha algunos acordes que su hermano una vez aprendió y le enseñó. Shally estaba sentada frente a mí, pero no miraba a ningún sitio, sólo tenía la vista perdida. Tal vez, sólo tal vez, recordaba a su madre. Empezaba a acostumbrase a tener una vida de llanto y eso me mataba el alma. Por eso no podía mirarla y prefería contentarme con la naturaleza. Prefería ver algo que nunca cambiaba, que siempre estaba ahí para relajar nuestras pasiones y hacernos partícipes de sueños tranquilos.
Abuelo. Esa simple y sencilla palabra, salida de los labios de Shally me había sacado de una realidad externa de la que no quería salir. Pero allí estaba, mirándome con ojos tiernos. También la mano de su tío había dejado de tocar. Nuestros ojos se cruzaron y observé a Shally con ojos preocupados conteniendo las lágrimas.
- ¿Dónde está mamá, abuelo?
No ha mucho, esa misma pregunta salió de la boca de otra niña cuando mi esposa nos abandonó… ahora esa niña también estaba muerta y su hija repetía sus palabras como cuchillas destempladas.
- Shally, querida. Observa a esa golondrina que picotea tan encarecidamente la rama.
Shally observó la rama intrigada. ¿Estaría allí su madre? Observó a la golondrina.
A los cinco segundos de observar la golondrina emprendió el vuelo y desapareció. La rama quedó sola y abandonada, libre y triste.
- ¿Ves que se va? Otra golondrina está tiendo ahora un bebé golondrina y ese bebé golondrina es mamá. Mamá es ahora una golondrina hermosa y alegre. Una golondrina que muchas mañanas y muchas noches verás en la rama de ese arbolito picotear y observar.
- ¿Observar qué, abuelo?
Respiré, cogí aire y traté de tener la calma suficiente para seguir hablando con mi pequeña nieta. Al fin y al cabo, era una niña, una pequeña niña que no estaba preparada para la muerte de quienes le rodeaban.
- A ti, mi niña. Observarte y protegerte; y, de vez en cuando, siempre que lo desees, contarte un cuento tras la música de su canto.
No preguntó más, sólo observaba la rama ahora vacía. La observó sin apartar la vista durante más tiempo del que puedo recordar esperando a que una golondrina volviera a posarse en ella y la picoteara. El piano volvió a sonar, esta vez, con una melodía que trataba de ser alegre mientras el pianista lloraba y bebía. Me acerqué a él y le toqué el hombro. No me miró. Tampoco esperaba que lo hiciera y me retiré a mi habitación, a mi cama. Allí me tumbé y reposé durante más tiempo del que podía esperar. Mil escenas aparecieron ante mis ojos. Mi pobre hija. La vi crecer tumbado en esa cama de nuevo. La abracé y la besé. La acompañé al altar una nueva vez. Se había prometido con el futuro Duque de Torre y se amaban. Yo era muy feliz, más de lo que había sido nunca y miraba al cielo sintiendo a mi esposa aplaudir lo que ocurría en la tierra.
Con los ojos cerrados en la inmensidad de mis pensamientos, advertí que la puerta de mi habitación se abría y unos pasos se acercaban a mí. Noté un cuerpo, un cuerpo pequeño que se acostaba a mi lado y me abrazaba. Yo también la abracé y, como el que sueña y quiere despertar, nos dormimos encubriendo nuestras realidades de velos de colores.
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